Son las cuatro y media de la madrugada del viernes en España. Me he pasado el jueves entero pensando en el partido de la U, advirtiéndole a mi esposa «hoy voy a dormir poco porque jugamos con Palmeiras» y ganándome, una vez más, sus reprimendas por las consecuencias domésticas de mi debilidad por Universitario: «mañana salimos temprano con mis papás, no quiero verte bostezando en la playa». Antes de dormir le aseguré que no debía preocuparse, que podría contar conmigo, y puse mi alarma para las 2:30. A esa hora me levanté, me enfundé la camiseta crema y me senté a ver el partido en medio de la penumbra de la casa. La ilusión, sin embargo, duró poco, muy poco, exactamente siete minutos. El primer gol de Palmeiras, producto de un penal bien cobrado, me pilló destapando una cerveza, que me la bebí aún con ilusión, convencido de que el empate llegaría pronto. Solo cinco minutos después –tras un letal tiquitaca del ‘Verdao’– ya estábamos abajo 0-2. Lo más irritante es que no veníamos jugando tan mal, al menos no de mitad de campo hacia delante; en cambio, allá atrás, en el área, delante del arco crema, los atacantes brasileños se movían como si esa zona del Monumental fuese una prolongación del Sambódromo de Sao Paulo. El Flaco López, Ramón Sosa y Vítor Roque jugaban tan cómodos, tan a su ritmo, que podrían haberse bebido una caipiriñas entre pared y pared.
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En ese punto, a pesar de las muchas evidencias de superioridad del rival, pasé a especular, con más necedad que realismo: «¿y qué pasa si le damos vuelta al marcador?». Invoqué la garra de Lolo, el título de bicampeón, la localía del Monumental, la justicia poética y divina. ¡Algo tenía que hacer el equipo para compensar la fidelidad de los miles que habían llenado el estadio! (por no hablar de los miles que lo seguían por televisión o, como en mi caso, por una señal poco fiable de Internet). En esos delirios optimistas andaba cuando Vítor Roque –Corzo y Riveros tendrán que exorcizarse para quitárselo de las pesadillas– clavó la pelota de un zurdazo en un ángulo de Bustos y puso el 3-0. La voz de mi esposa se me hizo nítida en la mente: «mañana salimos temprano con mis papás». Estuve a punto de cerrar la laptop y volver a la cama, pero me pareció el gesto cobarde del hincha que acompaña en los triunfos y quita el cuerpo en los tropiezos, así que permanecí en mi puesto de combate, resistiendo, creyendo que en el segundo tiempo alcanzaríamos el épico 3-3 contra el futuro campeón de la Libertadores. Abrí la segunda cerveza con esa esperanza, rogando para que Inga, Polo, el Orejas, Concha y Valera se iluminaran y atacaran con un resto de vergüenza, coraje o dignidad. Fue entonces cuando vino la justa expulsión de Riveros y solo entonces entendí lo que debía haber comprendido una hora antes: no íbamos a remontar un carajo. Ya cuando vi a Churín quitándose el buzo para entrar al campo supe que la serie estaba perdida, que habíamos sido eliminados extraoficialmente de la Copa. El resto del tiempo lo dediqué a imaginar lo peor, y no me refiero a la llegada de un cuarto gol en contra (que llegó poquito después), sino a la posibilidad de que la derrota nos hunda en una insalvable depresión a mediano plazo. Fue ahí cuando visualicé un revés frente a Sport Huancayo este domingo, y luego una caída contra Alianza en el clásico, y luego un final de año sin el tricampeonato. Lleno de amargura maldije en silencio a todos los supuestos culpables de esta goleada demoledora, desde Fossati, Ureña y Di Benedetto hasta Barreto y Ferrari, pasando por Gremco y la Sunat, y poco me faltó para incluir a Porky y a Dina.
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No esperé a que el árbitro indicara el final para cerrar la máquina con la violencia de un portazo. Ahora son las cuatro y media, y la bronca me mantiene en vilo. No puedo pegar los ojos. Si hubiésemos ganado, al menos tendría de mi lado la adrenalina, la emoción, y aún sin dormir podría ir a la playa con mi familia –sin quitarme la camiseta crema, para horror de mi esposa– y disfrutar el día como si fuera la continuación natural de la victoria deportiva. Pero con la vergüenza de la atronadora caída ante Palmeiras (y las oceánicas preguntas que ha dejado a su paso), de lo último que tengo ganas es de cargar baldes, clavar sombrillas y armar endebles castillitos de arena que, con total seguridad, me recordarán mis malogrados sueños de hincha a la distancia.
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