LEE: Champions League: por qué el Madrid “sobrevivió al bombardeo” y es favorito para ganar su decimoquinta Orejona
Una de las expresiones más elocuentes de la pobreza de nuestras categorías formativas es su incapacidad para hallar -y tallar- un jugador siquiera parecido al talentoso volante trujillano. Existen, qué duda cabe, futbolistas habilidosos y profesionalmente más serios como Piero Quispe o Jairo Concha, pero ninguno posee la capacidad, el panorama y la extraordinaria conchudez de Cueva en un campo de juego. Sin llegar a ser el Chorri, Julio César o el Nene consiguió convertirse en uno de los jugadores más gravitantes que ha pasado por la selección en los últimos diez años.
Todo eso, por supuesto, Cueva lo conoce y lo utiliza para jugar sus cartas. Como lo hicieron algunos de los mal llamados ‘fantásticos’, que a veces parecía que venían a vacacionar cuando eran llamados a la selección, sabe muy bien que, haga lo que haga, en San Luis siempre lo recibirán con una sonrisa. La razón no requiere de mucha ciencia: no hay otro como él.
Meses atrás manifesté en este pequeño rincón el hartazgo que me generaban las constantes indisciplinas de Christian Cueva, su permanente vocación por caminar en la cuerda floja o recorrer la ruta asido por las uñas, colgando en un precipicio. Me rebelaba este jugueteo eterno con las expectativas del hincha, que a pesar de haber sido muy duro con él -como cuando lo acusó de ser el culpable de la eliminación en el Mundial de Rusia-, lo volvía a acoger con cariño. Como al niño al que se le perdonan las travesuras por su capacidad de subyugar con una sonrisa.
El gran problema de Cueva es que nunca le dijeron no. Con él, los límites siempre fueron difusos, ambiguos, endebles. Un gol o una pisada de pelota bastaban para quebrar a quienes debieron disciplinarlo desde muy chico. De ahí nace esta suerte de inimputabilidad con la que se ha manejado durante su carrera. Por más que lo hayamos visto más de una vez en la televisión o el streaming con la cabeza gacha y pidiendo perdón, la sinceridad no ha sido parte de sus actos. Hoy, a los 32 años, sin haberse operado de su lesión (ha trascendido que estaría realizando un tratamiento experimental) ni contar con un club estable en el corto plazo, tiene una nueva oportunidad.
Confío en que más allá de las sonrisas y las palmaditas al hombro exigidas por el protocolo, Fossati le haya puesto límites. De lo contrario, lo que ocurra de aquí en adelante será de su entera responsabilidad.