Hubo un tiempo, no muy lejano, en que al estadio se iba radio en mano. Y entre el rumor sordo del público, los gritos apagados, las pifias y los vendedores de canchita y chancay, unas voces reconocibles rompían el silencio:
- “Vamos con el comentario de Enrique Valdés para pilas National y zapatillas Sinfín. Enrique, ¿Qué hay para comeeerrr…??”
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Mientras jugábamos a repetir los comerciales de memoria (“¿Qué pasó, qué pisó? ¡Pisopak!”, “Esa pregunta ni se pregunta, ¡Rayovac es la pila!”, “¿Y usted qué opina? ¡Que Abraham Santos Rojas fabrica y vende muebles de acero para oficina!”), recitábamos los nombres detrás de esas voces que eran la música que animaban nuestras tardes de largos tripletes domingueros.
Pocho Rospigliosi, Enrique Valdés, Lucho Ossio Pastor, Mario Grau, Óscar Artacho, Guillermo Alcántara, Miguelito de los Reyes, Tito Navarro, Littman Gallo, Raúl Maraví, Miguel Humberto Aguirre, Dante Mateo y, el último en dejarnos, Roberto Zegarra ‘Zegarrita’.
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Sabíamos que se colocaban en la parte más alta de occidente, en el viejo Nacional, atrapados en audífonos de orejeras gigantescas y micrófonos antediluvianos. Allí bullían narradores, comentaristas, locutores comerciales y asistentes. Quien comandaba la transmisión (Grau, Mihua o el mismo Pocho) pedía comentarios y uno imaginaba que los mejores periodistas deportivos del país, aquellos que con sus opiniones afiladas cincelaban las nuestras, estaban sentados en sitios estratégicos, envidiables, desde donde con la valentía que otorga el conocimiento, diseccionaban formaciones, crucificaban entrenadores, hundían carreras o forjaban algún crack. La realidad los mostraba en situaciones menos gratas (a veces tiritando de frío, apiñados al lado de sus compañeros, o de pie, tratando de encontrar aire en minúsculas cabinas de transmisión). Desde ahí se comunicaban con los ‘planta baja’, a quienes reconocíamos porque corrían por la pista atlética persiguiendo jugadores, a veces esquivando corontas de choclo o botellas a medio llenar. Repetían si fue foul, lateral o córner, cargando unos enormes transmisores semejantes a los que usaron los aliados en la segunda guerra mundial, tirando de unos cables que, en cualquier momento, parecía los iban a hacer rodar.
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Y entre las voces de Villalobos o Samanez en los comerciales o la de Vides Mosquera quejándose del árbitro, el Nacional estallaba y Pocho empezaba a golpear el escritorio (¡Gol, gol, gol, gol…!) San Román y su voz elegante casi siempre llegaban tarde, pero nunca olvidaba decir que era gol “con Sublime Donofrio” o interrumpía Godos, sudoroso, agitado, alargando las sílabas hasta casi agrietar la garganta y hacer trizas su corazón. Eran ellos o Izusqui, Jácobo o el querido Zegarrita. Todos describían los que acabábamos de ver, pero cada frase parecía una descarga de coraje, de energía, de épica. Hasta el gol más minúsculo era poesía. Es que en sus voces el fútbol se convertía en una manifestación de amor.
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