A Roberto lo recuerdo sonriente y resignado. Tranquilamente resignado. Estábamos en Rosario, una pegajosa tarde de febrero del 2001, poco antes de que el equipo del tricampeonato jugara por la Libertadores. En la cafetería del hotel donde se alojaba la U, Roberto pronosticaba su destino con palabras simples. A esa crema que había maravillado al país solo semanas atrás, le habían arrancado un pulmón (Ciurlizza) y 54 goles, esos que habían anotado Esidio y Piero Alva. El club ardía en llamas, tenía un presidente aterrorizado y unos refuerzos con aroma a estafa. Roberto sabía que si no salían vivos de ese horno al pie del Paraná, en Lima le esperaba la guillotina. El miércoles 21 de febrero, Rosario Central salió a arrollar. Fueron seis puñaladas en el corazón.
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