Había que ganarle a Venezuela por una cuestión emocional. No por la continuidad de Reynoso ni la presión del hincha que exige la salida del DT, sino por el amor a la camiseta y la dignidad que eso conlleva. Había que ganar por vergüenza deportiva, para demostrar que somos capaces de sobreponernos en la adversidad y salir a flote en los malos momentos. Había que ganar por la ilusión de los niños, por aquellos que creen fervientemente en esta selección y que nunca se bajaron del coche. Pero no lo hicimos y tampoco quisimos, porque nunca pudimos manejar la ventaja a nuestro favor ni buscar la victoria cuando el rival nos empató. Nos cuesta, nos es difícil jugar. Y así no es posible continuar.
Perú fue más que Venezuela en el primer tiempo. Salió al campo con otra actitud, con un semblante distinto y con el coraje que pedía un contexto picante como el de ahora. Tomamos la iniciativa del juego, con un Yoshimar Yotún enorme en el mediocampo, un Joao Grimaldo trepidante por la banda y un Gianluca Lapadula sacrificado entre los centrales. Pero lo jugamos con rebeldía, poniendo el corazón en cada jugada y buscando los espacios para hacer daño. Producto de esa dinámica, Lapadula sacó un taco para hacer correr a Grimaldo y este envió un centro rápido que cruzó toda el área y encontró la cabeza de Yotún. El zurdo colocó la pelota al otro lado del arco de Rafael Romo y puso el 1-0 a los 17′.
Aquel grito de gol fue un desahogo contenido que pareció interminable. Se gozó, se disfrutó y nos hizo creer en el triunfo. Perú jugaba mejor con y sin balón. Y era necesario sostener esa ventaja hasta el final. Sin embargo, con el pasar de los minutos el equipo se fue desinflando: acabó el primer tiempo metido en su arco, con Venezuela ensimando a Marcos López y con Yeferson Soteldo siendo un dolor de cabeza para la defensa peruana. Aldo Corzo intentó contenerlo como pudo y estuvo correcto en la cobertura; pero todo esfuerzo tiene un desgaste y eso pasó factura. La ‘Vinotinto’ mejoró, le quitó la pelota a la bicolor y nos obligó a retroceder. El replanteo, tras el descanso, era una necesidad para sacudirse de esa presión.
Y cuando se creyó que Perú podía volver del entretiempo con la misma actitud de la primera mitad, sucedió lo contrario. La bicolor volvió a ser el equipo de Reynoso, ese que no tiene una idea de cómo jugar, que no sabe inventar y deambula en la cancha. La actitud se esfumó, el coraje desapareció y esa rebeldía inicial se quedó en los camerinos. Es difícil sostener la misma intensidad los 90′; pero el corazón también juega y el Perú del segundo tiempo no lo tuvo. Venezuela nos marcó el empate a los 54′ y allí acabó el partido para ellos. Para nosotros, en cambio, nos sobraron 35 minutos, porque nunca pudimos hacerles daño otra vez. Ni siquiera con los cambios logramos sacudirnos de un resultado que caía por su propio peso.
André Carrillo fue un fantasma cuando ingresó. Edison Flores hizo lo que pudo. Franco Zanelatto no pasó de intentos aislados. Wilder Cartagena le dio algo de equilibrio al mediocampo. Y Paolo Guerrero no tuvo una clara para anotar. Lo bien que jugamos en los primeros minutos del partido quedó en el olvido tras el gol del rival. Perú no tuvo reacción ni acción, fue un equipo desdibujado e irresoluto. Y jugando así no se puede por más que el corazón diga lo contrario. Fue un empate que nos deja en el fondo de la tabla y hace insostenible el ciclo de Reynoso. No hay cómo defenderlo, no hay con qué hacerlo. Somos últimos de Sudamérica y estamos cada vez más lejos del Mundial. Esa es la realidad.
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