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Apenas tres meses después, el 26 de marzo, se jugó la final del campeonato. Alianza había logrado la proeza de llegar con un equipo de emergencia, que tenía a Juan Reynoso como joven estandarte. Al frente, el rival de toda la vida, la crema del mellizo Suárez dirigida por un novel Juan Carlos Oblitas. Esa noche, el Nacional rugía. Parecía la final soñada, el homenaje ideal para ese plantel maravilloso que había perecido en el mar de Ventanilla.
Apenas iniciadas las acciones, la pelota le llegó al Nene. Antes de que diera un giro, una patada de Reyna avisaba que el silbatazo de Pagano había puesto fin a cualquier sentimentalismo: la U quería ganar. No solo era una final, el filo de los chimpunes del cancerbero de Maradona acababa de recordárselo. Era un clásico. No era un partido cualquiera.
A los periodistas, todistas por excelencia, nos encanta fungir de astrólogos en vísperas de los partidos de esta dimensión y lanzamos predicciones grandilocuentes, a las que sumamos números y una que otra afirmación extravagante tratando de darles cierta consistencia. Entonces, ponemos nuestra cara más seria, engolamos la voz y recordamos la imbatibilidad de la crema de Fossati en el Monumental, cómo ha conseguido ganar el 90,7% de los puntos disputados en casa o que Carvallo -el mil veces insultado por los hinchas merengues- ha dejado 16 veces su arco en cero esta temporada. Asimismo, que Alianza es el club con más partidos ganados en la liga (24), más triunfos acumulados (24), que nunca perdió desde que Larriera se puso el buzo de entrenador y que con el uruguayo al mando ganó 25 de 33 puntos en juego.
Luego de ejecutar toda esta elaborada construcción, decidimos destruirla en tres segundos con una frase que repetimos casi sin razonar: en un clásico no hay favoritos, cualquier cosa puede pasar.
Y sí, no hay favoritos. Siempre hay un equipo que llega mejor, desde lo futbolístico o desde lo anímico, pero como dirían los viejos periodistas deportivos, los clásicos -sobre todo en finales- se definen por detalles. Los merecimientos no sirven. Un error, el mínimo que sea, puede arruinar una temporada o encumbrar a un villano. En una final no hay justicia, menos en un clásico. Aunque incomode, duela, moleste, en un clásico no hay justicia: solo sirve ganar.