Todas las mujeres argentinas estaban perdidamente enamoradas de Roberto Perfumo en los años ’60 y ‘70. Era una especie de Brad Pitt jugando a la pelota. Recibía centenares de cartas de mujeres que le proponían de todo. Roberto un día se cansó de esconderlas y se las dio a su mujer: “Tomá, contestálas o hacé lo que quieras, encargate vos”. Los hombres lo admiraban porque rezumaba clase. Y los rivales le temían porque era duro como el mármol y repartía sin miramientos.
Ganó la idolatría racinguista por su prestancia para salir jugando y su seguridad defensiva. Pero especialmente por una jugada… En una época de fútbol ultraconservador en la Argentina, Racing era una tormenta; atacaba con la marina, la aviación y la infantería. Juan José Pizzuti, su técnico, un tipo severo y audaz. El mismo Perfumo lo definía: “Una tarde terminamos el primer tiempo contra Estudiantes ganando 3 a 0, llegamos al vestuario y nos estaba esperando Pizzuti muy cabrero: ‘¿Qué esperan para atacar, manga de cagones…?’. Pedía que los volantes marcaran 20 goles por año”. Así es que, menos al arquero y al primer zaguero, exigía a todos que fueran al frente. Claro, más de una vez el rival rechazaba y generaba contraataques profundos. En medio de la angustia por el peligro de gol, Perfumo salía al cruce con gran sentido del tiempo y la distancia, barría hombre y pelota con su fuerza granítica y salía jugando con elegancia. El pueblo racinguista explotaba de emoción y de orgullo. Era el héroe solitario que cuidaba el cuartel mientras el resto bombardeaba la casamata enemiga. Racing ganó el campeonato argentino, la Libertadores y la Intercontinental. Y Perfumo el apodo de Mariscal, que en Brasil revalidó. Allí fue O Marechal.
Cruzeiro lo llevó en 1971 para juntarlo con su equipo de estrellas: Tostao, Dirceu Lopes, Raúl, Wilson Piazza, Roberto Batata. “Tuve que aprender a jugar de nuevo ahí, yo acostumbraba a salir a la descubierta pero quedaba pagando, los brasileños eran unos monstruos. Me habitué a esperar en el fondo”. Sin embargo llegó a ser el extranjero más apreciado y está en la selección de todos los tiempos del club de Belo Horizonte. River fue su tercera y última escala en el viaje como futbolista, el River de Labruna, multicampeón, cuya retaguardia era de acero: Fillol, Perfumo y Passarella…
Después de muchos títulos y partidos, se retiró a fines de 1978 y sufrió como pocos el vacío que deja el retiro. “De pronto te encontrás con que no podés hacer más lo que mejor dominás. Era un jubilado y no sabía qué hacer, me pasaba todo el día en la cama. Me levantaba a las doce y a la una menos cuarto ya me iba a dormir la siesta”. De a poco fue saliendo, hizo el curso de entrenador, fue a estudiar y se graduó de psicólogo social. Dirigió a Gimnasia, Sarmiento, Olimpia, el Santa Fe, Sudamérica de Montevideo… No tenía la misma estrella que como jugador.
Curioso: ese zaguero recio, implacable, fuera de la cancha era un sujeto afable, sencillo, lleno de humor, un charlista delicioso con una memoria prodigiosa. Y una fuente inagotable de anécdotas, de axiomas futboleros y citas imperdibles. También un individuo con códigos nobles: nunca contaba sus hazañas, siempre sus pesares. Decía: “Lloré el día que Japón nos ganó 3 a 2 en los Juegos Olímpicos de Tokio y nos eliminó. Me amargué casi hasta querer dejar el fútbol la tarde en que Perú nos dejó fuera del Mundial, en 1969”. Y su mayor padecimiento: aquel terrible Holanda 4 - Argentina 0, en el Mundial ’74. el peor baile sufrido por una Selección Argentina en su historia.
--Tenían una dinámica arrolladora. Los tipos volaban como aviones y yo me preguntaba qué estaba pasando. Ante semejante invasión de nuestra área, en un momento le pregunté a Pancho Sá: “¿Los contaste? Me parece que son más de once…” Durante el asedio, con goles salvados de milagro, un holandés remató por encima del travesaño. Daniel Carnevali, nuestro arquero, corrió a buscar la pelota y volvió a toda velocidad para reanudar el juego. “No, pibe, no te apurés”, le dije. Y me respondió:
-Roberto, perdemos 2 a 0…
-Si encima te apurás nos meten diez.
Jugó dos Mundiales, integró la Comisión del Fútbol en la FIFA con Pelé, Platini, Beckenbauer, fue ministro de Deportes, tuvo técnicos y compañeros célebres, y miles de horas de vestuario. Atesoraba toneladas de frases de Di Stéfano, Lorenzo, Labruna, Pizutti, Menotti, Pedernera, Duchini (“el maestro de los maestros”, según Roberto). Por suerte, ese manantial de recuerdos y enseñanzas no se perdió: un día el periodismo le compró el pase y se reveló el gran analista. Dejó centenares de columnas escritas en Olé, dos libros y cantidades de programas en TV del ciclo “Hablemos de fútbol”, por ESPN.
Vio toda la transformación del fútbol desde el 50 hasta hoy. Y no se quedó anclado al pasado. “La desorganización que teníamos antes era terrible –evocaba-. En el Mundial de Inglaterra vamos a hacer la práctica más importante de todas, que es la previa al debut, donde se ensaya todo lo hablado y aprendido. Viajamos como una hora y media hasta el lugar asignado y no pudimos entrenar: el utilero se había olvidado los botines. Volvimos al hotel, frustrados”.
Luego recordaba: “En ese Mundial ’66 me dieron 100 dólares por utilizar los botines Adidas durante todo el torneo. En Alemania ’74 ya me pagaban 6.000 dólares por partido. Había crecido el negocio y hasta estudiaban cómo explotarlo. Cuando el réferi tiraba la moneda para sortear los arcos, la TV se quedaba un ratito enfocando la moneda en el suelo, así se veían los zapatos nuestros, de los dos capitanes”.
Había nacido muy pobre, hijo de un albañil, pero tomó todo lo bueno que el fútbol pone al alcance de los triunfadores y evolucionó, creció. Le agregó la bohemia, la liturgia del café con los amigos, la charla que enriquece. Justo había comenzado un programa de tango y fútbol en Radio Nacional. Era un tanguero consumado. Un aneurisma -o un accidente absurdo- acabó con la vida de Roberto Perfumo, crack con la pinta de Marcello Mastroianni, mezcla de calle y facultad. Patentó la frase con la que lo despedimos: abrazo de gol.