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Las entradas generales costaban apenas 15 soles; en la zona VIP rosada, 30 soles en el complejo ubicado en el distrito de Bellavista y que lleva el nombre de Lizárraga, presidente fundador del Sport Boys. Los precios fueron casi simbólicos para aquel momento en que Bad Bunny era aún un nombre emergente: el público que entraba era fiel, cercano, casi doméstico. Se habló también de diez afortunados que tuvieron box exclusivo por 1.200 soles, casi como un gesto de lealtad rosada, según publicó Infobae en el 2022.
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Cuando la música arrancó, fue como si el cielo del Callao se alineara con el pulso de una nueva era. Desde el primer compás de “Tú no metes cabra”, la multitud coreó con una mezcla de sorpresa e identificación: allí estaba un muchacho que no era un ídolo lejano, sino alguien con quien compartir el latido urbano. Luego siguieron “Me acostumbré”, “Diles”, “Diabla”, temas que en ese momento apenas cruzaban fronteras, pero ya mostraban aristas de rebeldía y sensibilidad.
“Estoy aquí, celebrando el aniversario del equipo más duro. ¡Qué vivan los del Sport Boys. Una bulla", dijo Bad Bunny, quien fue contratado por la administración que comandaba Johan Vásquez en ese año.
“La dirigencia del Sport Boys que hizo varias cosas importantes como traer a Sampaoli, Ronaldinho, Bad Bunny. Los trajo para un aniversario. Ese año en el mundo de las redes sociales Sport Boys fue importante. Los videos y fotos circulaba por todos lados. Bad Bunny se tomó fotos con la camiseta puesta de Boys”, recuerda el periodista Willy Melgarejo, Director de Tribuna 2.0.
El puertorriqueño era un cantante fértil en riesgos: no había producción gigantesca ni pantallas monumentales. Todo estaba en la voz, en la cercanía, en la manera de hacer sonar esas letras frente a un club provincial que cumplía décadas bajo el oleaje rosado. Esa noche, él no cantó para multitudes colosales: cantó para un público que lo descubría, que lo empujaba.

Del Callao al Super Bowl
Ahora, ocho años después, ese joven llamado Benito Martínez (Bad Bunny) irá al medio tiempo del Super Bowl 2026, el espectáculo más caro y propuesto de la cultura pop global, según la web de Olympics. El contraste entre aquella noche en el Gualberto Lizárraga y su futura aparición en el Levi’s Stadium, California, en Santa Clara, en el Área de la Bahía de San Francisco, resulta casi cinematográfico.
“El Sport Boys es un club con mucha historia y tradición. Ya está cerca a su centenario. En ese 2017 invita a un Bad Bunny que todavía no era reconocido mundialmente. Su música se comenzaba a escuchar y atinó con presentarse en el Callao, un buen público. Su estilo en ese entonces era diferente, ha evolucionado bastante con el tiempo, experimentando con diversos géneros e incluso las letras de sus canciones también progresaron. En los últimos años encontró la fórmula para que sus canciones peguen mucho más. En su último álbum incursionó en la salsa y le fue demasiado bien. Que haya llegado al Super Bowl no es una sorpresa. Bad Bunny ya se codea en eventos como la WWE o en series de Netflix (Narcos México)”, comenta Eliezer Benedetti, periodista de Infobae identificado con Sport Boys.

En 2017, Bad Bunny podía cantar ante 5 mil o 10 mil almas rosadas en el Callao, con la humildad de quien está construyendo su camino. Sus letras hablaban de amores urbanos, reclamos personales, desequilibrios sentimentales. En 2026, su repertorio no solo habrá crecido en escala sino en densidad simbólica: será voz de una generación global, puente entre culturas e idiomas.
Esa noche en el Lizárraga, él aún era un recién llegado al Perú, y sin embargo sus versos se conectaron con el barrio chalaco, con los hinchas rosados, con jóvenes y extranjeros. Su “Diles” resonaba como desafío; su “Diabla” como confesión íntima. Hoy esos mismos temas, reinterpretados o recordados, tendrían eco mundial en un escenario que superará las métricas de streaming, pantallas gigantes y millones de espectadores.
Pero no es solo el crecimiento numérico lo que marca la diferencia entre aquel Bad Bunny y el que veremos el 2026. Es el salto simbólico: de cantar para un club local (“para el Boys”, decían), con precios modestos, a encarnar el pulso de la cultura latina frente al mundo. Aquella noche en el 2017 había cercanía, emoción cruda, carencias visibles. En el Super Bowl habrá logística colosal, coreografías milimétricas, producción global.
El paralelo inevitable está en la tensión entre lo íntimo y lo gigantesco. En el Lizárraga, cada aplauso rebotaba contra paredes cercanas. En el Super Bowl, cada nota cruzará fronteras, aparecerá en redes, se viralizará. Pero los ecos de ese joven que cantó “Me acostumbré” para el público rosado seguirán ahí, como raíces que jamás se sueltan.
Quizás, en esa noche del medio tiempo, ante un estadio repleto y millones de ojos frente a las pantallas, Bad Bunny recordará que hubo un Callao que lo vio temprano. Que hubo un club que lo contrató cuando aún no llenaba estadios por el mundo, cuando sus letras apenas despertaban murmullos internacionales. Que él fue capaz, en ese momento, de acercar la música urbana al barrio rosado, al populoso, al chalaco, con el temple de quien cree que una canción puede transformarlo todo.
Quizás en ese instante —entre luces, humo y coros globales— resonará el verso de “Diles” que una vez tronó en el Lizárraga, y miles recordarán que su voz venía de abajo, de un costado, de un mundo que lo abrazó antes de convertirlo en cosmos.

La diferencia no es solo de escenario; es de escala humana y cultural. En 2017, cantar para el Sport Boys fue un acto de presencia. En 2026, cantar en el Super Bowl será una confirmación: de que la música urbana latinoamericana ya es lenguaje universal. Pero sin renegar de aquel pasado rosado, aquel estadio humilde, aquella coral de hinchas que le dieron la bienvenida al principio del camino.
Porque al final, el Bad Bunny del Lizárraga y el Bad Bunny del medio tiempo son el mismo artista: con las mismas raíces, con los mismos versos que surgieron entre distritos y calles, pero crecidos ahora para hablarle al mundo. Y en ese hilo invisible entre ambas fechas está la poesía real del trayecto: de cantar ante el club del puerto, a entonar para la humanidad entera.
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