Esta historia no comenzó hace dos semanas cuando una broma al aliancista Jesús Alzamora llegó muy lejos. Tampoco inició una semana después con un post nostálgico en Instagram que desempolvó fotos de hace 25 años. Esto arrancó cuando nuestra querida Nelly Rosinelli era aún la intrépida adolescente Nelly Beraun Paredes y solo se dejaba llevar por el amor a su equipo, Universitario de Deportes. No había pericotitos, ni loncheras saludables ni Gran Chef Famosos, solo una aventura que ha guardado su oportunidad por conocerse y confirmar ese carácter indomable de aguerrida hincha crema.
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No todas las finales se juegan con la pelota. Algunas se disputan en la memoria, como postales que se niegan a desteñirse. En junio del 2000, mientras Universitario de Deportes se preparaba para alcanzar la cumbre del Torneo Apertura, una adolescente de corazón crema sin vacilaciones, decidía que nada —ni el frío, ni los 4.330 metros de altitud, ni los escasos diez soles que llevaba en el bolsillo— impediría que viviera con los ojos abiertos uno de los días más gloriosos del club de sus amores.
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Nelli había terminado el colegio. Esa etapa en la que se empieza a escribir la vida con tinta indeleble. Escuchó que Universitario jugaría en Cerro de Pasco y que allí podría coronarse campeón. Entonces, como quien sigue un instinto más fuerte que la razón, armó una tropa de amigos, guardó ilusión en su mochila escolar y se paró en la puerta de su casa con una petición temblorosa pero firme: “Mamá, quiero ir”.
Y apareció la figura que suele sostener todos los viajes imposibles: la madre. La suya, valiente y dulce como las crónicas de infancia, respondió con una frase que convirtió la travesía en certeza: “Hijita, yo los llevo”.
Aquella noche partieron hacia el Terminal de Yerbateros. Allí, entre combis humeantes y pregoneros de madrugada, no había buses con espacio. Pero sí un camión cargado de papas. El chofer, solidario y comerciante, ofreció llevarlos en la tolva por un precio módico. No lo pensaron dos veces: Nelly, su mamá y su pequeña hinchada improvisada se treparon entre costales, envueltos en frazadas y cánticos. El viaje no era cómodo. Era místico.
Cerro de Pasco los recibió con ese clima que parte los labios. La ciudad, acostumbrada a la rudeza de la altura, se convirtió en escenario de un capítulo que la ‘U’ escribiría en letra dorada. Unión Minas abrió el marcador y los nervios se anudaron en las gargantas. Pero el final, como en las grandes gestas, tenía reservado un golpe de heroísmo.

Minuto 86: penal. Luis Alberto “Beto” Carranza lo cambia por gol. 1-1. Minuto 91: el mismo Carranza arranca desde casi su propio campo, esquiva fantasmas, pisa firme el barro andino y define con alma, botín y fuego. Gol. 2-1. Universitario se corona campeón del Torneo Apertura 2000 en la ciudad más alta del planeta. Y Nelly, empapada de altura, polvo y emoción, grita como si el gol fuera suyo. Porque lo fue.
Ese título no fue una casualidad. Fue el inicio de una temporada inolvidable. La ‘U’, dirigida por Roberto Chale, armó un equipo demoledor: Óscar Ibáñez, José Luis “Puma” Carranza, Paolo Maldonado, el brasileño Eduardo Esidio (máximo goleador del año con 37 tantos), Piero Alva, entre otros. Ganaron el Apertura en Pasco y más tarde el Clausura con una goleada memorable por 5-0 ante Juan Aurich. Con 100 puntos en el acumulado, 94 goles a favor y apenas cuatro derrotas, Universitario fue el amo absoluto del fútbol peruano del 2000.
Además, ese año marcó la inauguración oficial del Estadio Monumental, donde la ‘U’ se impuso 2-0 a Cristal en un partido que fue más que fútbol: fue ceremonia de grandeza, declaratoria de poderío, fundación de una nueva etapa.
Nelly, desde la tolva de ese camión y con su madre a su lado, fue testigo de la historia. Pero más que eso: fue protagonista de una narrativa que no sale en los libros, pero que sí sobrevive en las conversaciones que se tienen entre hinchas que han sentido la ‘U’ como parte de su familia.
Hoy, dos décadas después, ella lo cuenta desde sus redes con la misma emoción intacta. “Amo a mi equipo”, dice. Pero también deja un deseo que atraviesa generaciones: que el fútbol sea una fiesta en familia, sin violencia, como aquella aventura compartida con su mamá y un grupo de soñadores que vencieron el frío, la distancia y la escasez para ver ganar al club que les enseñó a creer.
La historia de Nelly no es solo una anécdota. Es el retrato de miles que, como ella, han hecho del amor por un equipo una forma de vivir. Y en ese junio del 2000, ella supo que a veces no hay que tenerlo todo para estar en el lugar correcto: basta con el corazón, una madre valiente y un camión dispuesto a llevarte a la eternidad.
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