Ustedes son muy jóvenes, pero esto lo he vivido ya varias veces y sé cómo termina esta historia. Es cuando a pesar de la contundencia de los resultados, la pobreza del juego y la calamitosa realidad que grafican las estadísticas, entramos en estado de negación. Entonces, desempolvamos nuestras viejas calculadoras, fieles acompañantes de todo hincha noventero, y empezamos a hacer sumas extravagantes, imaginar resultados absurdos o rogar por milagros inesperados.
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Aferrarse a una mentira es perjudicial para la salud mental. Poco interesa. Preferimos repetir una muletilla ridícula para darle calma a nuestro corazón maltrecho: ¡Aún se puede!
Dejemos de perder tiempo. La selección es un cadáver desde hace meses. El encuentro ante Chile, antes que un partido de fútbol, fue una misa de cuerpo presente. Imposible pensar en ganar si nuestros jugadores no patean al arco o, lo que es peor, si cuando generan alguna situación peligrosa, la arruinan sin remedio. Perú ha anotado 3 goles en 11 partidos de eliminatorias. En el país de Cachito, Perico y Lolo; en la tierra de Teófilo Cubillas, uno de los máximos anotadores de todos los mundiales, no hemos sido capaces de anotar más de 3 goles en 11 partidos. ¡3 goles! ¿Y así creíamos tener posibilidades de ir al Mundial?
A los ingratos que insultan a Paolo, demuelen a Lapadula o ridiculizan el indestructible corazón de Valera, hay que recordarles que, como en la novela de Gabo, esta eliminación es la crónica de una muerte anunciada. Que ellos son los menos culpables de esta desgracia. Que desde la catástrofe en Qatar sobraban las señales del desastre que se venía. Que en lugar de enmendar la ruta, nos empecinamos en mantener el rumbo hacia el gigantesco iceberg que teníamos encima.
La burbuja que nos llevó a Rusia 2018, y que hoy los apóstoles de la vileza pretenden caricaturizar, explotó hace mucho tiempo. Después de un breve, pero maravilloso espejismo, la blanquirroja ha vuelto a ser la expresión fiel de todas las calamidades que resumen al fútbol peruano. Un Delorean defectuoso nos ha conducido a los tiempos de Pepe y Vladimir Popovic. Estamos llenos de futbolistas treintones en declive, algunos ya sin el hambre y el fuego que los convirtiera en mejores. Los llamados a reemplazarlos, muchachos de rostros lampiños y canillas de alambre, son dueños aún de un presente gelatinoso. ¿Y nuestros dirigentes? Basta con recordar, por si lo han olvidado, que el presidente de la federación duerme hace días en una desvencijada carceleta, a la espera de que un juez decida sobre su destino.
¿Y Fossati? ¿Y Reynoso? ¿Y Oblitas? Son solo protagonistas de una historia que pensamos sería una épica y ha concluido como una ópera bufa.
Es hora de bajar el telón.
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