Mientras en Perú creíamos que el coronavirus era un monstruo raro que no llegaría nunca, él ya estaba aislado. Todo su equipo lo estaba, en realidad, en la sede del club. El doctor le medía la temperatura constantemente y su torneo de fútbol ya se había detenido. La ciudad estaba en pausa, pero los entrenamientos seguían. Era en ese momento, precisamente, que podía, por fin, quitarse la mascarilla. Al entrenar y al comer. El resto del tiempo, no. Ni siquiera para la respectiva foto cumpleañera del 7 de febrero.
Cuando festejó sus 23, todavía se llamaba Roberto y era peruano, aunque la decisión ya estaba tomada. En solo unos días, cambiaría su nacionalidad por la china, el DNI azul ya no serviría de nada y su apellido, el mismo que su abuelo castellanizó un siglo atrás, sería cosa del pasado. Roberto Siucho pasaría a ser Xiao Taotao (萧涛涛). Xiao es la traducción de su apellido, Siucho. Taotao, el nombre, porque en cantonés suena similar a Toto, que es como los más cercanos a él lo llamaron siempre. Sin darse cuenta, Roberto recogería los pasos del abuelo. Sin planearlo, volvería a sus orígenes.
Esclavitud disfrazada
El viaje duraba, en promedio, cuatro meses. Eran cerca de 120 los días que el barco, lleno de inmigrantes chinos, navegaba en altamar desde el puerto Macao hasta el Callao. Las condiciones del viaje eran tan, pero tan precarias en higiene y alimentos, que el objetivo únicamente era llegar vivo, aunque sea para trabajar casi como esclavo.
De forma oficial, la compra y venta de esclavos ya no existía. La esclavitud, como tal, fue abolida por el presidente Ramón Castilla en 1854, cinco años después de que él mismo promulgue la Ley China, una norma que permitía el ingreso masivo de trabajadores chinos a Perú. Una vez que se acabó –en teoría- la opresión, más de 100 mil asiáticos llegaron al puerto chalaco. El número aumentó en 95%. Perú se convirtió en el destino ideal para los más pobres del Imperio Chino.
Culíes, así los llamaban. Semi esclavos es lo que verdaderamente eran. Entre 10 y 12 horas de trabajo forzoso, siete días a la semana, mala alimentación de por medio y un sueldo insignificante. De esa manera, debido a la crisis de su país, el gobierno chino se deshacía de una población no deseada y destinada a ser maltratada por sus futuros patrones, en su mayoría hacendados que aplicaban, por si queda la duda, maltrato físico.
Cho Siu
Cho no perteneció a ese amplio grupo. Aunque su llegada al Perú es tan poco clara como su nombre y su vida, sus nietos saben que el abuelo no fue parte de la primera, sino de la segunda ola migratoria, que surgió tras el Tratado de Comercio, Navegación y Amistad, firmado en 1874 por ambos gobiernos. La diferencia era amplia: los viajeros eran, ahora, individuos libres que dejaban China en busca de un mejor futuro, con la intención de formar distintos negocios.
Cho fue uno de ellos. Llegó al Callao a bordo de un vapor, en medio de una gran resistencia argumentada en los puestos de trabajo que los chinos ‘quitaban’ a los peruanos. Una resistencia que poco tenía que ver con la realidad (la mayoría trabajaba en sus propios establecimientos o en los de sus compatriotas) y mucho con el racismo y la xenofobia. Llegó en aparente libertad, aunque obligado por sus papás. Sin hablar una sola palabra en castellano y sin más remota idea de que su nombre, tiempo después, sería castellanizado y fusionado con parte de su apellido -Siu (aunque en caracteres)- para representar su legado familiar: Siucho.
Aunque la vida del abuelo tiene muchísimos vacíos y pocos datos exactos, los nietos saben con precisión que, tras llegar a Lima, cambió de nombre, se casó con una mujer peruana que solo hablaba castellano, tuvo 11 hijos con ella y quedó viudo cuando su último bebé, el papá de Roberto, tenía apenas meses de nacido, por lo que los hermanos mayores tuvieron que empezar a trabajar a muy temprana edad. Cho falleció a los 50 años, sin sospechar siquiera que, dos generaciones después, un nieto al que no conoció, el hijo menor de su último hijo, se reencontraría con sus orígenes.
Recogiendo los pasos
Roberto viajó en un contexto totalmente distinto. No en barco, sino en avión, con noción básica del idioma y empleo asegurado desde antes de dejar su casa. Hace poco más de un año, a puertas de cumplir 22, Roberto Siucho cogió sus maletas y, por primera vez, se despidió de Perú para llegar a China, el país que, un siglo atrás, su abuelo dejó.
Al viajar, 'Toto' tenía ya en mente su plan: fichaba por el Guangshou Evergande (a través de una venta de un millón de dólares), de la Superliga China, pero jugaría un año a préstamo en Shanghái Shenxin, de la China League One, mientras realizaba los trámites de nacionalización para no ocupar plaza de extranjero, tener continuidad en la Primera División y ser convocable para la Selección.
Por sus antepasados, la situación no sería tan complicada. Eso sí, por normas de su nuevo país de residencia, solo podría tener una nacionalidad, y, para llevar a cabo sus planes, la elección era solamente una: renunciar a la peruana. De esta manera, casi sin buscarlo, su apellido se asemejaría al que su abuelo tuvo que cambiar para hacer su vida en Perú.
Después de 13 meses viviendo en China y 569 minutos jugados en uno de sus torneos, Roberto -ahora Taotao- asegura que ya se acostumbró a su nueva vida y que, pese a la distancia, se mantiene pendiente del único equipo que defendió en su país de origen. Ya estoy adaptado. Es un país al que te adaptas fácil, aunque no parezca. Es un proceso, pero todo bien. Igual sigo a Universitario. La hora es difícil, pero por el tema de que soy hincha y siempre lo he seguido, no importa la hora", dijo a RPP.
Turista en casa
El nuevo coronavirus, ese monstruo que hasta hace poco más de dos semanas veíamos lejano, nos ha visitado. El aislamiento es cosa de todos los días y ver a personas con mascarilla nos resulta hasta normal. El fútbol se ha detenido. Los trabajos, en su mayoría, se realiza forma remota. El mundo está en pausa y no hay fecha fija de reinicio.
En China, país en el que el COVID-19 tuvo su primera aparición, los clubes liberaron a sus jugadores para que vayan con los suyos. Él no fue la excepción. Llegó como turista al país que lo vio nacer, con un pasaporte que lo identifica como Taotao. En la calle, seguro, algunos lo reconocieron como Roberto. Pero en casa, más allá de los papeles, siempre será Toto. Y eso es lo que importa. La sangre es la misma, más allá del idioma.