Por Blas Brítez
Chueco (como Garrincha), zurdo (como Maradona) y de ojos verde-dorados de mestizo actor de cine, Goyo Luna es descrito por el entrenador del Sol de América de Manorá, el día que lo ve por primera vez, como una “mierdita mal hecha”, pero que es el fenómeno futbolístico del siglo.
Su padre y su madre eran artistas de circo que tuvieron que abandonar el oficio por su delicada salud. Él, alemán y malabarista; ella, paraguaya y trapecista. Su mamá era experta en trabajar sin red, hasta que un día cayó del trapecio, se salvó de milagro y fue Goyo quien sufrió las consecuencias genéticas, no habiendo crecido con “normalidad”. Nadie nunca, excepto sus padres, dio nada por ese niño deforme que había nacido bajo la carpa de un circo ambulante. Pero el Goyo, con cuatro o cinco dientes, víctima de los mosquitos del paludismo en las inundaciones de su pueblo del interior del Paraguay, hace del defecto su orgullo y su virtud, desde la infancia. Hace de los “fragmentos de América india y de Europa central” un futbolista “en trance por la alucinación del gol, por la ansiedad febril de ganar”.
Hacia 1995, Augusto Roa Bastos (1917-2005) estaba por volver a Paraguay a quedarse a vivir definitivamente, luego de medio siglo errante entre Argentina y Francia. Participaba ya entonces de sus debates públicos y frecuentaba Asunción, llegado desde Tolouse, en una época en que una vendedora del Mercado Cuatro le había agradecido, con orgullo y sencillez de pueblo, la gran hazaña de haber traído al Paraguay la “Copa Cervantes”, según le contó entonces a un periodista y poeta paraguayo.
La mujer había mezclado, en su juicio y agradecimiento espontáneo, fútbol y literatura, para atribuírselos a un ciudadano del mundo de la imaginación exiliada, por fin reconocido por su gente cara a cara, luego de agravios y silencio impuesto por la dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989). Con esa “Copa” con el nombre del autor de El Quijote que a Roa Bastos le fue entregada el 23 de abril de 1990 hace tres décadas.
En el apogeo de su celebridad, mencionado en la prensa por un académico de Suecia como candidato al Premio Nobel de Literatura, Roa Bastos estaba escribiendo entonces sus últimos libros, inmerso en historias simples sobre los simples de su país, peinando novelas hasta dejarlas calvas como también había confesado.
EL CRACK. Entre esas historias del Paraguay profundo y mágico, hay una breve que en 1995 el ex futbolista campeón del mundo con Argentina y entonces director técnico del Real Madrid, Jorge Valdano, publicó en su antología Cuentos de fútbol (Alfaguara) escritos por grandes narradores hispanoamericanos.
Entre firmas como la de Miguel Delibes (hincha del Valladolid que, a su muerte y con Justo Villar en un estadio que lleva el nombre de otro escritor, le rindió homenaje guardando luto y silencio), Roberto Fontanarrosa (con corazón canalla del Rosario Central, quien escribió alguna vez sobre su experiencia en el Defensores del Chaco en un Paraguay-Argentina) y otros tantos reputados creadores, el nombre de Roa Bastos firma “El crack” (dedicado a Valdano, “en su triple magia de juego-espectáculo, de arte, de modelo de vida social”), el cuento sobre el increíble Goyo Luna, inventor del indescifrable “balón borracho” o “balón petardo”.
Aparecido después en diversas ediciones, nacionales y extranjeras, de sus cuentos completos, El crack es la única incursión de Roa en el relato futbolero. Quien en 2001 le dijo a la revista argentina Al Arco que una lesión en el tobillo lo alejó de su puesto de marcador de punta derecho en las divisiones formativas de Cerro Porteño, hace de Goyo Luna un tipo de héroe del fútbol, ensimismado y a la vez popular, como casi ya no existe. Silencioso y lector de libros, Luna se niega a ser transferido a clubes europeos, prefiere jugar por el equipo de su pueblo y desdeña el dinero. No solo eso, tiene conciencia de que el “fóbal” es, también, una mafia que está “en manos de una santísima trinidad de malevos: los grandes capitalistas del juego, el periodismo deportivo de cáscara amarga y los árbitros de mala leche, que de fóbal no saben un pito, salvo tocarlo cuando no se debe”.
Como todo héroe consciente y crítico, Goyo Luna es un héroe trágico que lleva a “la multitud adentro”, como escribe y también llevaba Roa Bastos. Luna vive y muere en Manorá, que es el lugar-para-la-muerte sobre el que escribía el novelista paraguayo en aquel tiempo, como si fuera la Iturbe de su infancia. El autor de Contravida (1994) vivió sus últimos años en el barrio asunceno de Manorá hasta el 26 de abril de 2005.
OYO LUNA
“Amaba el gol de penalty casi tanto como el de media cancha o el de atropellada. No se equivocó nunca en la ejecución de los tiros penales. De aquí también el apodo de “El verdugo” que le hacía gracia.
Fue entonces cuando puso a punto el disparo tortuoso e imparable del zurdazo a 100 km/h. y el tiro espiralado del ‘balón borracho’. Y otro, más sofisticado y sorpresivo aún: el ralentado y suave ‘barrido’ del tiro pluma.
El balón, a cámara lenta, daba la impresión de que iba a salir completamente desviado. A medio camino cambiaba de dirección y se metía por donde quería hasta la red, engañando por completo al guardameta que se tiraba hacia el otro costado y caía abrazado al poste”.Cuentos completos, Debolsillo, 2008.