Una de las consecuencias inmediatas de la política china para relanzar su liga ha sido que varios de los principales cracks europeos han empezado a dudar. En Inglaterra Dimitri Payet (West Ham United) y Diego Costa (Chelsea) han sido suspendidos en sus clubes por plantear públicamente sus deseos de migración o aumento de sueldo; en España, Lionel Messi y Cristiano Ronaldo tienen una buena baza al momento de negociar sus respectivas renovaciones con el Barcelona y el Real Madrid; mientras que incluso figuras menos notorias, como el volante Robert Snodgrass (Hull City), han sido tentados por el dinero oriental en lo que parece una escalada interminable.
Los casos de Payet y Costa son lo más significativos, puesto que crean una pregunta compleja: ¿Qué hacer cuando, a pesar de tener contrato vigente, un jugador decide no competir por su institución? El pasado da una serie de respuestas, todas problemáticas: el entonces defensor del Chelsea, William Gallas, amenazó a la dirigencia con anotar autogoles si es que no se le facilitaba una transferencia, en un gesto profundamente inmoral; Luis Suárez, en su etapa en Liverpool, forzó hasta lo inimaginable su pase al Arsenal, con entrevistas públicas y pataletas que solo le consiguieron ser alejado de toda competencia y ganarse el repudio de la afición; mientras que Carlos Tévez tuvo que ser suspendido del Manchester City por polemizar con su entrenador, Roberto Mancini, en un confuso incidente en el que se le acusó de renunciar a entrar al campo de juego como suplente a pesar de la solicitud expresa del italiano.
¿Tiene sentido forzar a un futbolista a jugar cuando no quiere? ¿Debe el club asumir el sueldo de un crack no comprometido? La primera es una cuestión deontológica e invita a reflexionar sobre cuáles son los límites del profesionalismo; lo segundo se puede resolver parcialmente con multas, aunque el costo final para el club es enorme puesto que los jugadores son también activos que, por falta de minutos en la cancha, se devalúan. El caso de Saido Berahino y el West Bromwich es la mejor demostración de que con ciertas resoluciones todos pierden.
Un nivel adicional implica a evaluar estos casos desde una perspectiva política, de poder. Administrar los egos y ambiciones de estrellas multimillonarias es un reto y, en un punto, los dirigentes se ven obligados a dejar clara la jerarquía entre empleador y empleado. Es evidente que apelar al escalafón para poner orden en la casa es una medida desesperada y, muchas veces, inútil.
Lo que no se ha podido conseguir con argumentos y persuasión difícilmente se conseguirá al señalar la estructura corporativa. Y si se consigue el silencio, es improbable que ello repercuta positivamente en un rendimiento que, el jugador lo sabe, tiene un factor subjetivo en su valoración y una gama enorme de puertas falsas: lesiones súbitas, pequeñas desobediencias tácticas, etc. A este conjunto de malas artes, en criollo, se le llama “hacer la camita”. Las consecuencias pueden ser un mayor problema aun: pérdida de principio de autoridad, caos en el camerín y puesta en duda del proyecto.
Lo más sano, en un punto, será que quien se quiera ir se vaya, siempre y cuando se pueda rentabilizar esa salida. Desde otro lugar, primará el mensaje vertical como vacuna ante cualquier posible indisciplina. No hay una solución universal a un problema que, millones más, millones menos, sí lo es.