Mario Vargas Llosa
Escritor
Como el día del partido inaugural, frente a Bélgica, tuvo un desempeño opaco, muchos se preguntaban de dónde, desde cuándo y por qué el mito Maradona. Después del partido de Argentina contra Hungría, que el pequeño astro iluminó de principio a fin con el fuego de artificio de su sabiduría, ya nadie lo pone en duda: Maradona es el Pelé de los años ochenta. ¿Un gran jugador? Más que eso: una de esas deidades vivientes que los hombres crean para adorarse en ellas.
Por un período que será fatalmente breve -este es el más absoluto y el más fugaz de los reinados-, el argentino le toca ahora ser, para millones y millones de personas en el mundo, lo que fueron, en sus también rápidos turnos imperiales, Pelé, Cruyff, Di Stéfano, Puskas y algunos otros: la personificación del fútbol, el héroe en quien este deporte se hace cifra y emblema. Los mil millones de pesetas que, se dice, ha pagado el Barcelona por incorporarlo a sus filas son una prueba rotunda de que Maradona ya accedió a este trono y, a juzgar por lo que fue su actuación ante los húngaros, y el eco que ella ha tenido en el público, este Mundial demostrará que el Barza ha hecho una inversión rentable. Diez millones de dólares es mucho dinero por un simple mortal que patea la pelota, pero no es nada si lo que en verdad se compra es un mito.
Maradona es un mito porque juega maravillosamente, pero también porque su nombre y su cara se graban en la memoria al instante y porque, por una de esas indescifrables razones que no tienen nada que ver con la razón, de entrada nos parece inteligente y nos cae simpático. ¿Tiene algo que ver esa impresión con su estatura? En el partido contra Hungría viéndolo operar entre esos altos y fornidos defensas magiares que se revelaban con patética ineficacia por contenerlo, uno tenía la alentadora impresión de que hay una justicia inmanente, de que también en el fútbol es cierto eso de que más vale la maña que la fuerza, de que lo que cuenta a la hora de patear la pelota no son de ningún modo las patas sino la fantasía y las ideas.
Sin embargo, a pesar de su escasa estatura, Maradona no da la sensación de ser frágil, sino alguien fuerte y sólido, acaso por esas piernas robustas, de músculos salientes, que resisten sin menoscabo los encontrones de los defensas adversarios; no importa cuán altos y fuertes sean. Esa cara de muchacho soñador, ingenuo, lleno de buenas intenciones le sirve de maravilla para engatusar a los desmoralizados bípedos encargados de cuidarlo, porque lo cierto es que, a la hora de cargar y de jugar recio, también sabe hacerlo y con un ímpetu que se diría incompatible con su físico.
No es fácil definir el juego de Maradona. Es de tanta complejidad que, en su caso, cada adjetivo necesita una apostilla, una matización. No es brillante e histriónico, a la manera del soberbio Pelé, pero su eficacia es tan rotunda, cuando lanza, desde ángulos inverosímiles, esos disparos potentísimos hacia el arco o cuando, mediante un pase escueto y preciso como un teorema, pone en movimiento una irresistible operación ofensiva, que sería injusto no llamarlo espectacular, un jugador que torna un partido en una exhibición de genio individual (o un 'recital', como dijo un crítico con excelente puntería, de su desempeño frente a Hungría).
El estilo de Maradona traumatiza esa división que creíamos válida entre un fútbol científico, tipo de Europa, y un fútbol artístico, de estirpe latinoamericana. El argentino practica ambas cosas a la vez y ninguna de ellas en especial, es una curiosa síntesis en la que la inteligencia y la intuición, el cálculo y la inventiva se apoyan continuamente. Igual que en su literatura, Argentina ha producido un estilo de fútbol que es la manifestación más europea de lo latinoamericano. Si en los próximos partidos Maradona juega como jugó contra los húngaros, no hay duda de que, con prescindencia de la colocación de Argentina en el cuadro final, él será el héroe de este torneo (y de los años que sigan).
Los pueblos necesitan héroes contemporáneos, seres a quienes endiosar. No hay país que escape a esta regla. Culta o inculta, rica o pobre, capitalista o socialista, toda sociedad siente esa urgencia irracional de entronizar ídolos de carne y hueso ante los cuales quemar incienso. Políticos, militares, estrellas de cine, deportistas, 'playboys', grandes santos o feroces bandidos han sido elevados a los altares de la popularidad y convertidos por el culto colectivo en eso que los franceses llaman con buena imagen los monstruos sagrados. Pues bien, los futbolistas son las personas más inofensivas a quienes se puede conferir esta función idolátrica.
Ellos son, claro está, infinitamente más inocuos que los políticos o los guerreros, en cuyas manos la idolatría de las masas se puede convertir en un instrumento temible, y el culto del futbolista no tiene las miasmas frívolas que enrarecen siempre la deificación de la artista de cine o de la musaraña de sociedad. El culto al as del balompié dura lo que su talento futbolístico se desvanece con este. Es efímero, pues las estrellas de fútbol se queman pronto en el fuego verde de los estadios y los cultores de esta región son implacables: en las tribunas nada está más cerca de la ovación que los silbidos.
Es también el menos enajenante de los cultos porque admirar a un futbolista es admirar algo muy parecido a la poesía pura o a una pintura abstracta. Es admirar la forma por la forma, sin ningún contenido racionalmente identificable. Las virtudes futbolísticas -la destreza, la agilidad, la velocidad, el virtuosismo, la potencia- difícilmente pueden ser asociadas a posturas socialmente perniciosas, a conductas humanas. Por eso, sí tiene que haber héroes. Que viva Maradona.