Nunca hubo. Nunca habrá un partido igual. Ni desde que los mayas (o los incas…) pateaban calaveras que parecían pelotas de fútbol –o al revés: hay más cosas entre el Cielo y la Tierra de las que sospecha nuestra pobre imaginación–, hasta que ese juego sea librado en el gran clásico: Robots versus Mutantes…
Nunca hubo. Nunca habrá un hombre igual. Ni en su Uruguay ni en el entero planeta. Cargaba con más nombres que vintenes (centavos) sus bolsillos: Obdulio Jacinto Muiños Varela. Montevideano del barrio La Teja, achicó su nombre a Obdulio Varela: homenaje a su madre, Juana, negra y lavandera, y olvido de un padre ausente sin aviso…
Y por cosa de afecto o azar o vaya saber porqué, sus amigos le decían Jacinto.
A los ocho años, descalzo en las cuatro estaciones, pisando escarcha o adoquines hirvientes vendía diarios en las esquinas o en la puerta de algún hotel copetudo.
Y como uruguayo sin discutibles ni sospechosos genes… jugaba a la pelota. Puesto: centre half según la lengua de Shakespeare, y centrojás según el gordo o el flaco del tablón…
Oficio más o menos seguro para aumentar los pesos ganados por Juana encorvada en la tabla de lavar, albañil.
Nacido en el 17, a los 29 se casó para toda la vida con Catalina Keppel, húngara. Que según la leyenda, le enseñó a leer y a escribir con las letras de Gardel, porque Obdulio apenas llegó a tercer grado y a salto de mata. Ausente crónico. ¿Cómo cumplir con el cuaderno y la pizarra cuando además hay que vender diarios, parar bolos en una cancha, lustrar zapatos, cuidar coches, repartir pan…?
Como centrojás hizo los palotes en durísima intermedia uruguaya: el limbo de la globa, como llamaba a la pelota Diego Lucero, uruguayo, orfebre y mítico escriba de Clarín, que tanto se lucía como crítico de arte como contaba un partido de fóbal en lunfardo de alto vuelo…
En esa intermedia de canchas pobretonas y patadas como guadañas, de matar o morir para saltar a la primera, empezaron a llamarlo el Negro Jefe. Un Napoleón. Un nacido para mandar. Un carácter. Le bastaba una mirada para inyectar obediencia. Y esas batallas –¡y por fin!–, allá por el 37, se enfundó en la camiseta blanca y negra, a rayas verticales, de Wanderers.
Empezaba otra historia…
Mientras tanto, a 1.832 kilómetros en línea recta entre Montevideo y Río de Janeiro, en 1950 y bajo los brazos abiertos del Cristo Redentor, Brasil ponía la última pieza del puzzle más grande del mundo: el colosal estadio Maracaná. Más que un estadio a escala humana, un cráter por el que Arne Saknusem, según la novela de Jules Verne, pudo llegar hasta el centro de la tierra.
Y terminado, a tambor batiente, para inaugurarlo en el Mundial de 1950. Para Brasil y su fútbol… primer día de Creación, cuando según la Biblia (Génesis), "el Señor hizo los cielos y la tierra".
En Montevideo, entretanto, la orden del día era la resignación. Los dirigentes, los tambores mayores de la Asociación del Fútbol Uruguayo, reunidos por obligación y adustos como jueces medievales, barruntaron una catástrofe que les rogaron a los jugadores:
–Ya han cumplido. Jueguen con guante blanco… y traten de no comerse más de cuatro goles.
Y llegó el día en que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis debían –¡inexorables!– despedazar a esa armada Brancaleone uruguaya capitaneada por Obdulio Varela. Por el Negro Jefe. Que, sin sospecharlo, se acercaba a ese instante que "justifica toda una vida", como han dicho Borges y otros augures…
Fecha tallada en el bronce o en el mármol: 16 de julio de 1950.
La final. Uruguay versus Brasil. David contra Goliat una vez más en el decurso de la Historia.
En las tribunas del cráter rugen doscientas mil almas verdes y amarillas, como demonios o caníbales.
Todavía en el túnel, la pandilla uruguaya temblaba. Se sentía condenada a muerte. Y entonces, sereno, el Negro Jefe les habló como a discípulos de una secta que han perdido la fe:
–No piensen en toda esa gente. No miren para arriba. El partido se juega abajo. Los de afuera son de palo. En el campo seremos once contra once. El partido se gana con los huevos en la punta de los botines.
Minuto dos del segundo tiempo. Gol de Brasil. Uno a cero.
Pero Obdulio Varela se pone la pelota debajo del brazo, enfrenta al árbitro inglés, y respetuoso como un súbdito ante su rey, le dice:
–Fue orsái. (voz rioplatense para Off side).
El inglés no lo entiende. Llaman a un intérprete. Los minutos corren. Obdulio, impávido y sabio, espera y gana el primer round: el tiempo. Enfría la caldera.
El partido sigue.
Minuto 17: gol de Juan Alberto Schiaffino. Uno a uno. Silencio súbito en las doscientas mil bocas.
Pero la fe sigue tan intacta como el arsenal de gloria preparado por los alquimistas cariocas: miles de banderas, miles de globos, miles de palomas en sus jaulas, listas para volar en triunfo hasta opacar al rey Sol. Y fuegos artificiales para la noche. Tantos o más de los lanzados al final de una guerra…
Pero el silencio ante el estupor del empate multiplica las gargantas setenta veces siete. Tan brutal es el rugido, que los uruguayos palidecen.
Faltan diez minutos.
En fúbol y según vayan las cosas, una eternidad…
El Negro Jefe, después del empate, en el centro del campo y antes de que Brasil mueva la pelota, les dice sin alzar demasiado la voz:
–Los de afuera son de palo. ¡Vamo' arriba la celeste!
Y de pronto, "todo todo se ilumina", como cantaba Gardel, al que Obdulio, niño mensajero, cierto día le puso en la mano un telegrama…
El Negro Jefe le alarga un pase a Ghiggia (Alcides Edgardo Ghiggia Pereyra, que hasta su final, a los 91 años, seguirá narrando ese mágico segundo), ¡y gol! Y final. Y Uruguay es campeón del mundo 1950. Y las doscientas mil gargantas callan. Y los globos pierden el aire. Y las miles de palomas se apichonan en sus jaulas. Y todo Brasil llora y llora y no para de llorar.
Fue un inmenso ritual fúnebre. No hubo ceremonia ni orquesta ni entrega de premios. Obdulio, el Negro Jefe inmortal, le arrancó la copa de las manos a Jules Rimet, el mandamás de la FIFA, que deambulaba aturdido e incrédulo por la mitad de la cancha.
La epopeya entró en la Historia con un nombre no menos rotundo que la victoria: ¡el Maracanazo!
Por cábala o por luto o por macumba, Brasil no volvió a vestir camiseta blanca: el color de ese día aciago.
Obdulio dejó de jugar en 1955. Siguió viviendo, en olor de pobreza, con su mujer, que murió en 1996, y él la siguió el 2 de agosto del mismo año, a sus 78 años.
Nunca perdonó a los dirigentes: por no confiar, por abandonarlo –muy pocos fueron al partido–, y por acuñar y colgarse del pecho medallas inmerecidas.
Esa misma noche, la del triunfo imposible… el Negro Jefe celebró el Maracanazo en una taberna… con los jugadores brasileños.
Sus botines y su camiseta número cinco de ese día duermen –pero respiran todavía– en una vitrina de la federación.
Lo único que lo evoca es una calle y un par de poemas cantados.
Pero poco importa.
Porque cada vez que Uruguay sale a una cancha, desde alguna desconocida dimensión llega la oración para el combate, y alguien recuerda:
–Como dijo el Negro Jefe, los de afuera son de palo. ¡Vamo' arriba la celeste!
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