El domingo 23 de octubre de 2022 quedará en el recuerdo como uno de los días más extraños que ha vivido el fútbol argentino en sus más de 125 años de historia. Detrás de la alegría del campeón Boca Juniors y de la tristeza del subcampeón Racing Club se escondió la extraordinaria -en el sentido más literal del término- faena del fútbol. Su más descarnada dimensión.
De todos los escenarios imaginados en los días y las horas previas a los partidos en el Cilindro de Avellaneda y en la Bombonera, el que finalmente sucedió era uno de los menos accesibles, sin dudas. Por eso ha sido una jornada tan singular, casi surrealista. Porque aquel lugar común que exhalta la imprevisibilidad del juego como uno de sus atributos más distinguibles quedó en evidencia de una manera brutal.
El fixture de la Liga argentina 2022 trajo consigo un hecho inédito, cargado de morbo: por primera vez, cuatro grandes se cruzaron entre sí en la última fecha del campeonato. Los dos de Avellaneda frente a los dos gigantes del país. No era difícil suponer que en estos encuentros estaría la definición del título. Quiénes serían los protagonistas de la lucha por el trofeo era algo más difícil de predecir, pero salvo sorpresas mayúsculas no se escaparían demasiado de estos cuatro equipos.
Boca llegó como líder con un punto de ventaja sobre Racing. River e Independiente solo eran jueces, porque el primero ya tenía asegurada su clasificación a la CONMEBOL Libertadores y el segundo no peleaba ni por un boleto internacional ni por el descenso. "Será campeón el que llegue arriba en la tabla", se exclamó en diversos foros durante las semanas previas. El razonamiento era simple: los clásicos rivales de los implicados de ninguna manera iban a cometer la "imprudencia" de provocar el festejo enemigo. Por suerte, el fútbol se ríe de los razonamientos simples.
No hay necesidad de hablar de moral ni de valores. Caer en la tentación puede ser muy fácil, pero es una torpeza de compleja resolución. Alcanza con solo hablar de fútbol. Los cuatro equipos salieron a jugar. Dos de ellos con la tensión y el nerviosismo propio de las tardes históricas y los otros dos sin más obligaciones que las del calendario. Nadie especuló y todos intentaron aprovechar sus oportunidades sin mirar más allá de la cancha propia.
En Avellaneda se vivió una tarde de emociones exageradas, algo a lo que Racing está acostumbrado. Una tarde de extremos. Antes del partido estaba la expectativa habitual de los momentos de definición. No siempre se llega a estas instancias y el pueblo racinguista sabe valorarlo. Aunque no había euforia, sí una módica esperanza, quizás numérica. El estadio estaba repleto una hora y cuarto antes del comienzo del juego y los futbolistas hicieron la entrada en calor ante el aliento de 50 mil personas.
El fútbol es, entre muchas otras cosas, generoso. Permite ser optimista incluso cuando la razón indica que la tarea es casi imposible. Racing sabía que no solo debía ganarle a River, sino también necesitaba la ayuda de un oscuro Independiente contra un Boca que sabe como nadie jugar en situaciones límite. Sin embargo, y contra cualquier mirada "realista", la resignación jamás terminó de ganarle a la ilusión.
La cronología de los hechos ya es conocida y fue descripta varias veces en estas páginas y en las pantallas de ESPN. Es mejor tratar de describir las sensaciones de un día tan particular. Será solo un intento fallido, porque fue tan extraño todo lo sucedido que excede a la rápida comprensión. Pese a que aquello que parecía imposible sucedió e Independiente se puso en ventaja en la Bombonera, en Avellaneda el local jamás logró jugar a lo campeón. Fue un equipo atado, sin variantes ni fluidez. Y esa actitud se trasladó a las tribunas, que pese al guiño increíble que hacía el destino, nunca vislumbró de forma clara la vuelta olímpica.
De todos modos se gritaron los del Rojo en el estadio Presidente Perón. Lo gritaron los y las plateístas y lo gritó la Guardia imperial. Pocos instantes más surrealistas ha vivido el fútbol argentino en su historia. El penal de Leandro Fernández primero y el cabezazo Javier Vallejo después sirvieron como impulsos a la esperanza. Como incentivos reales a aquello que al principio no era más que una obligación de hincha: creer que se puede. Pero duraron muy poco.
Las respuestas casi inmediatas a las explosiones rojas (o blanquicelestes) fueron el empate de Boca y luego el de River. Quizás, el único momento en el que de verdad Racing creyó que podía ser campeón en la cara de River, tras una pelea mano a mano contra Boca y gracias a Independiente, fue cuando Pablo Echavarría cobró un inexistente penal a dos minutos del final. La gloria estaba al alcance de la mano. La expectativa que se había convertido en resignación y luego en ansiedad ahora empezaba a tomar la forma de la felicidad.
Pero el fútbol otra vez hizo su gracia (o desgracia) y Franco Armani le atajó el penal al insólito pateador Jonathan Galván y entonces la tristeza fue el único sentimiento presente en el Cilindro. Quizás, el desenlace fue el esperado: salió campeón el que llegó arriba en la tabla. El problema es que el fútbol es mucho más complejo que un rejunte de números. Es el ámbito en el que lo imposible sucede y con naturalidad se transforma en real.