César Regueiro salió de su casa como muchas otras veces en sus 57 años de vida y de hincha de Gimnasia y Esgrima La Plata. Salió como han salido desde hace más de un siglo millones de hinchas argentinos y argentinas. Con la ilusión de ver a su club, de estar con sus amigos, de compartir con sus afectos el acervo cultural más importante de esta patria. Pero esta vez César Regueiro no volvió. Se descompensó en las tribunas de su estadio, delante de su desesperada familia, y falleció en el camino hacia el hospital. Murió durante la represión policial que ya había sufrido muchas otras veces. Porque las víctimas siempre están en los tablones.
El fútbol argentino vivió una nueva tragedia. Y, como casi todas, fue una tragedia evitable. Porque la naturaleza de esta desgracia es la misma de la de casi todas en los últimos tiempos. El accionar de las fuerzas de seguridad fue el disparador (nunca mejor dicho) de los incidentes. De ninguna manera fue el intento del público por ingresar al estadio cuando estaba ya repleto. La represión a un tímido reclamo escaló muy rápido y el bosque platense se convirtió en el escenario de un desastre que pudo ser mucho peor.
Las escenas de lo ocurrido hace menos de una semana en Indonesia están al alcance de un click. Allí, 131 personas murieron por estampidas en medio de la desesperación por evitar los gases lacrimógenos en un estadio totalmente cerrado. En la cancha de Gimnasia no sucedió lo mismo de milagro. Y también gracias a los hinchas, que tuvieron lucidez en medio de la locura para escapar de las tribunas de la forma más ordenada posible. Porque los portones de la popular también estaban cerrados, al igual que en Indonesia. Al igual que en Hillsborough, donde 97 personas murieron aplastadas en 1989.
Media hora antes del comienzo del partido entre Gimnasia y Boca Juniors, ambas populares y la platea René Favaloro estaban ya repletas. Sin embargo, aún había algunos centenares de espectadores con sus tickets en las afueras. Entonces, comenzó el desastre. Dos hechos iniciaron los incidentes: un policía agredió con gas pimienta a un padre que estaba con sus hijos ante la mirada de un equipo de producción de ESPN y casi en simultáneo un efectivo disparó contra un grupo pequeño de hinchas y fue registrado por las cámaras de televisión. En ese momento, los futbolistas todavía estaban en el calentamiento previo. El conflicto ya había empezado.
La salida de los equipos a la cancha fue tan colorida como se esperaba para un partido de esta envergadura. Era el encuentro más importante de esta parte del año y, tal como ocurrió durante todo el campeonato, la hinchada local armó una fiesta acorde. Pero duró muy poco y el espectáculo se transformó en caos. A los diez minutos de juego, los gases que la policía había tirado en el cruce de las calles 118 e Iraola ingresaron al campo de juego y se hizo imposible continuar el partido.
Los futbolistas regresaron corriendo a los vestuarios y a su escape le siguieron 30 minutos de absoluta desesperación. Será difícil que todos los que allí estuvimos olvidemos esa media hora. La gran mayoría habíamos vivido situaciones angustiantes en canchas de fútbol. No somos ajenos a los efectos del gas y conocemos bien el sonido de los disparos. Pero lo vivido en el bosque fue mucho más largo, intenso y agobiante.
Los árboles no permiten que el viento fluya y por eso el gas se mantiene en el aire por más tiempo. Entonces, hubo algunos minutos en los que no había escapatoria de los efectos lacrimógenos. En medio de la búsqueda de refugio, los ruidos del exterior, con los balazos y los gritos retumbando, hacían inviable la idea de salir a las calles. Las cabinas superiores y las escaleras fueron amparo momentáneo, con el peligro constante de una aglomeración fatal. En ese límite se vivió. Al borde de una catástrofe.
Niños perdidos durante horas, gente mayor descompuesta, jóvenes intentando dar una ayuda que no podían por sus propias dificultades para respirar. Gritos contradictorios y desesperados que pueden provocar aún más problemas ("abrí la puerta", "cerrá", "corramos", "permanezcamos aquí"). Las escenas de un tiempo en el que la integridad física pende de un hilo.
La calma tardó pero llegó. Con la noticia trágica de una muerte, comenzaron los cruces de culpas entre Gimnasia y el operativo de seguridad. En el medio, como siempre, las víctimas. En el mismo momento y a diez metros de distancia, el presidente del club, Gabriel Pellegrino, negaba la sobreventa y responsabilizaba a la policía, mientras que el secretario de seguridad de la provincia, Sergio Berni, "renegaba" del mundo del fútbol y acusaba a los dirigentes de vender más localidades de lo previsto. Nadie reparó demasiado en cómo acompañar a los únicos afectados: los hinchas.
El fútbol argentino es gigante por su historia, sus jugadores, sus equipos y sus logros. Pero más aún lo es por sus seguidores. La verdadera identidad del fútbol nacional se la dan sus hinchas. No hay nada sin ellos. Por eso, la muerte de César Regueiro es un poco la muerte de todos.