La voz aflautada de José Manuel desgarra igual que si sonara atronadora. Cuesta entenderle. Mueve poco el bigote pero no importa porque él habla con la mirada. Con el recuerdo. En la escotilla 8 del Estadio Nacional de Santiago, el escenario que estos días da la vuelta al mundo como sede de la Copa América, revive con AS lo que allí ocurrió tras el golpe de Estado de Pinochet y el inicio de la dictadura militar, que transcurrió en Chile de 1973 a 1990.
José Manuel fue uno de los miles de arrestados y llevados al centro de detención y tortura más grande que hubo en el país, el estadio de fútbol de la capital. De recinto deportivo pasó a cárcel. De orgullo para muchos derivó en vergüenza. “Aún hoy no sé por qué me detuvieron. Nos aconsejaron que después del toque de queda nadie saliera a la calle y un día que se nos hizo tarde decidimos quedarnos a dormir en la empresa. Era una fábrica de vidrios. Al alba entraron los milikos y nos detuvieron a todos, sin preguntar. Fuimos trasladados al estadio”, cuenta José Manuel.
En esos pasillos y graderías que hoy reciben a gente en los partidos de la selección chilena y de la U de Chile, entre esas paredes oscurecidas que permanecen inalterables como huella imborrable de lo sucedido, se produjeron durante mínimo tres meses de 1973 multiples torturas y crímenes contra la humanidad.
Datos. Cruz Roja cifró en 7.000 el número de prisioneros que pasaron por el estadio, aunque otras fuentes lo sitúan en 40.000. Los ejecutados también fluctúan: una comisión de 1990 habla de 46, mientras que los testimonios lo elevan a 250. “Nos dijeron que éramos prisioneros de guerra cuando la realidad es que no hubo ninguna guerra. Fue una tropelía. Había gente de 54 países y entre todos creamos una especie de familia. Caer presos para nosotros significó morir, pues luego volvimos a la vida al salir”, prosigue el superviviente de tal aberración. “A veces nos decían que al día siguiente seríamos libres si nos afeitábamos y cortábamos el pelo. Nos ayudábamos con vidrios, tapas de bebidas o quitándonos pelo a pelo con el cortauñas. Luego, por la mañana, todo era falso”.
Aún se pueden leer escritas en la pared frases de algunos de los presos, a escasos metros de donde hoy en día rueda el balón. “Utilizábamos piedras que moldeábamos. Cada uno tenía su sitio para dormir. Aquí lo hacía uno de los doctores de Allende que fue detenido sin más argumento que ese”, explica José Manuel mientras pisa el suelo. Encima, en hilera, se muestran las fotos de algunos de los que sobrevivieron al calvario y que así se lo han hecho saber a la Corporación que mantiene viva la memoria, sin subvención de ningún tipo.
Hace unos años se decidió crear un museo en la puerta 27 del estadio, la que coincide con la escotilla 8. Por ella se accede a la parte de la grada que permanece intacta y tal cual era. Son 40 metros cuadrados, con unas diez filas de bancos de madera, que contrastan con el resto de los asientos del estadio. Con motivo de la Copa América se logró iluminar la zona para los partidos y se inscribió un mensaje que la preside: ‘Un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro’.
Con José Manuel recorremos el vestuario que durante el cautiverio quedó reservado para las mujeres y, por duro que parezca, relacionamos su experiencia allí con el fútbol, el de entonces y el de ahora. “Las porterías seguían en pie mientras estuvimos presos. Hasta celebrábamos goles si el jardinero las atravesaba con su tractor cuando cortaba el césped. ¿Qué si puedo ver partidos acá? Sí. No hay otra”, termina. Y calla. El silencio se encarga de decir el resto.
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