Hace apenas unas horas, concluyó la primera edición del Gran Premio de Las Vegas, marcando el final de la incursión de la cultura estadounidense en la tradicional Fórmula Uno. Hasta hace poco más de una década, la F1 era un torneo de naturaleza europea con visitas internacionales, donde sus costumbres estaban arraigadas en las tradiciones. Era un campeonato europeo en esencia, con pilotos europeos y algunas excepciones de pilotos asiáticos agresivos pero poco efectivos, y algunos excéntricos sudamericanos, donde los brasileños siempre eran motivo de preocupación.
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A pesar de la presencia de figuras como Fangio, aquel argentino de antaño que lo ganó todo, la realidad mostraba un campeonato dominado por pilotos británicos y alemanes. De los 74 títulos de conductores disputados, 32 (43%) fueron para estos ingleses y teutones. De hecho, el 87% de los monarcas de la división provenían del viejo continente.
Durante muchas décadas, la Fórmula Uno fue sinónimo de historia y glamour, pero no lograba el salto a la masividad mundial, principalmente porque no conseguía conquistar el mercado estadounidense. Ni siquiera los títulos de Phil Hill en 1961 ni el de Mario Andretti en 1978 lograron captar la emoción de un público que creció viendo óvalos o eventos de gimkanas automovilísticas. Sin embargo, la explosión del hashtag #F1 en las redes sociales, impulsada por el reality “Drive for Survive” de Netflix, ha atraído a una audiencia más joven, sobre todo, estadounidense.
Gracias a esta estrategia, la categoría ha experimentado una revalorización significativa. A modo de ejemplo, el precio de venta de la división, que en 2016 impuso Bernie Ecclestone, era de 4.400 millones de dólares; hoy, según la revista Forbes, asciende a 17.100 millones. Este auge es tan notable que hace unos meses, un fondo soberano de Arabia Saudita presentó una oferta de 20 mil millones. Este aumento se atribuye en gran medida a la evolución de la nueva audiencia de la categoría.
El Gran Premio de Las Vegas llega como el colofón de una etapa de consolidación de la evangelización iniciada, y como una bisagra entre los nuevos tiempos que se avecinan y la tradición de una categoría que cada vez se aleja más de los circuitos para abrazar los callejeros. Además, sirve como preludio perfecto para lo que parece ser el inevitable desembarco del equipo Andretti-Cadillac.
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No importa que esta carrera haya costado 100 millones de dólares más de lo proyectado inicialmente por Liberty Media. En total, entre 400 y 500 millones, una cifra considerable. Ni siquiera el hecho de que las entradas tuvieran que venderse con un 50% de descuento en la última semana para llenar las tribunas empaña la magnitud del evento. Las Vegas ha sido como aquella fiesta de bodas donde los novios se endeudan porque es un momento crucial en sus vidas.
La carrera estaba programada para finalizar a medianoche, generando malestar entre los pilotos debido a la extensión de la jornada. Esto evidencia cómo la jornada priorizó el espectáculo por encima de la competencia. Verstappen, conocido por su falta de carisma, fue categórico: “Esta carrera es 99% espectáculo y 1% evento deportivo”. Desde el entorno del tricampeón, se ha informado que a Max no le agrada la excesiva atención mediática, las obligaciones comerciales y el tiempo dedicado a actividades fuera de la pista. Incluso el trazado de la pista no ha sido de su agrado. A pesar de todo, ha sido una fiesta, con abundante neón, luces deslumbrantes, parafernalia en exceso y polvo iluminando el cielo. Para los puristas, esto marca la claudicación final de las costumbres del pasado.
Así el Gran Premio de Las Vegas no solo simboliza la evolución de la Fórmula Uno hacia un espectáculo global, sino que también señala una transformación irreversible. La lucha entre el espectáculo y la competencia se ha inclinado hacia el primero, desafiando las tradiciones arraigadas. La F1, ahora iluminada por luces brillantes y neón, ha sellado anoche su destino en esta nueva era.
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