22/12/2024

Peñarol and Nacional: a "rift" with security, convoy, and over 1,000 police officers.

Lunes 05 de Septiembre del 2022

Peñarol and Nacional: a

Peñarol and Nacional: a "rift" with security, convoy, and more than 1,000 policemen.

Peñarol and Nacional: a "rift" with security, convoy, and more than 1,000 policemen.

En la margen oriental del Río de la Plata, en Uruguay, la “grieta” también existe. Es una “grieta” disfrazada de folclore, custodiada por más de 1.000 policías y con cánticos que, siguiendo la métrica de alguna banda de rock de moda, invitan a “quemar el Cerro y el Parque Central” o mandar “un manya pal cajón”.

Dicen que los clásicos son la navidad del fútbol. Pero la previa del partido de este domingo, entre Nacional y Peñarol (en orden de localía) tuvo poco de fiesta. Los organizadores y la Policía dirán que el operativo de seguridad fue “positivo” y lo justificarán en que solo hubo seis detenidos (un pistero de una estación de servicio que se desacató, un requerido por violencia doméstica, otros por agredir) o que entre las 2.200 entradas de la hinchada visitante solo se encontraron siete falsificadas.

El operativo de seguridad.

Pero en lo que pocos reparan es que este domingo, partiendo del estadio de Nacional como epicentro, la ciudad quedó dividida en tres anillos de seguridad. O que tres cuadras a la redonda de la cancha las calles estuviesen cortadas con vallas amarillas. O que los hinchas de Peñarol tuviesen que irse hasta la explanada del exmercado Modelo cinco horas del partido para que, con custodia policial como cuando ocurre la visita de un destacado mandatario, fuesen escoltados para ir a ver un simple partido de fútbol. O que esos mismos rompieran parte de la sanitaria de los baños y los otros cortaran el agua. Los “otros” versus “nosotros”. La grieta.

—Ok, recibido. ¿Están las motos prontas? ¿Táctica?, pregunta el jefe del operativo policial a través de su intercomunicado. Son las 11.32 de la mañana y el primer convoy de 12 ómnibus que transportan a los hinchas de Peñarol (desde el exmercado al Parque Central) está pronto para salir.

Los hinchas saltan y los amortiguadores de los vehículos de Cutcsa se mueven al compás. Los choferes soportan los gritos, apenas consolados con que esa jornada cobran el doble y varias horas extra, miran por el retrovisor cómo los más alterados se cuelgan de las ventanas y se encomiendan a alguna divinidad para que los controles previos hayan cumplido su objetivo y nadie estuviese armado.

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Porque los “filtros” empezaron unos días antes, cuando los socios compraron sus entradas y el sistema informático de las redes de cobranza convalidó que esos adquirentes no eran parte de la “lista negra”, un documento de más de 1.100 nombres y rostros que tienen prohibido el ingreso a cualquier estadio.

Recién entonces empieza el operativo formal. Desde la madrugada anterior los móviles policiales hacían chequeos y a las 10 de la mañana ya había un móvil del Centro de Comando Unificado que seguía por cámaras —como en las películas que se ve al presidente de Estados Unidos frente a un panóptico— cada movimiento de la hinchada visitante.

El operativo de seguridad.

Primero era un cacheo policial, la revisión minuciosa de cada bombo y cada bandera (aunque la gallina inflable pasase desapercibida entre la multitud), luego el control de la entrada con el código QR que cotejaban los porteros de la Asociación Uruguaya de Fútbol, otro cacheo policial (donde se descartaban los que olían a alcohol), y una caminata de cinco metros frente a las cámaras de detección facial.

Al costado, en dos carpas cerradas de estilo gasebo azul oscuro, unos policías miran cómo cada rostro es identificado y en tiempo real un sistema informático cruza esa identidad con las listas que tienen prohibido el ingreso. Mientras, a fuera, las hinchada avanza en fila como esas ovejas que van al matadero acorde la policía les va abriendo o cerrando vallas.

Los ómnibus esperan en dos filas. Primero se completa la hilera de la izquierda, de a unos 50 hinchas más un policía por vehículo, y luego se habilita la derecha. En la altura, desde el cénit, el helicóptero del Ministerio del Interior da vueltas en círculo. Las motos que cortan el paso entre las calles esperan encendidas. Y cuando el jefe del operativo recibe la confirmación de que todo está “ok”, habilita la salida.

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—¡Atento! Hay parciales de Nacional a 50 metros del convoy, están en una finca particular, se escucha por el intercomunicador.

Desde el móvil del Centro de Comando Unificado buscan las cámaras en vivo que captan el momento. Sacan fotos para identificar los rostros de esos hinchas adversarios que cantan a escasos metros del pasaje del ómnibus con la barra aurinegra. No pasa a mayores. Siga, siga.

Uno de los funcionarios de la AUF, de esos que miran el operativo, ceba mate y le comenta a un colega: “Esto es un despropósito…”. Y su compañero, un poco en broma y un poco en serio, le responde: “¿Que los dejen entrar con termos de agua hirviendo o todo este montaje?”.

Los hinchas achican la espera con cánticos: “No me importan lo que digan / la gallina y la policía”. Hablan un idioma que es bien distinto al de la Policía. Por eso la guardia privada de Peñarol, o mejor dicho algunos jefes de la barra rentados como guardia, hacen las veces de traductores.

Así hasta las 13.36 horas en que el último de los simpatizantes sube al último de los ómnibus.

El operativo de seguridad.

Entre el exmercado Modelo y el Estadio Parque Central hay apenas 11 cuadras. La Policía escolta a los ómnibus como si fuera un túnel. En el camino hay restos de vidrios de un 189 al que los hinchas los fueron desarmando poco a poco. Uno de los jefes de la barra, de esos que viaja en el último de los ómnibus, insiste: “Son unos boludos…”.

En eso hay una breve frenada. En el penúltimo de los ómnibus, cuya matrícula acaba con 2496, los hinchas abren la puerta de atrás y dos personas se cuelan. Una ingresa y la otra queda colgada, hasta que un policía motorizado le da dos palazos a la altura de las piernas y el joven cae rendido.

El jefe de la barra le grita al mismo policías: “Se coló uno más, ya subió”. Pero la Policía prefiere evitarse problemas y ordena que siga la marcha.

“¡Cuidado! ¡Hay pintas en aquella azotea, pueden tirar piedras!”, dice el jefe de la barra. No pasa nada.

En minutos ya están en la puerta del estadio. Otra vez el chequeo policial, aunque ya nadie revisa la entrada. Aquel que se coló, puede entrar. Es como la ley de la selva.

El móvil del Comando Unificado también se mueve a la salida del estadio. Despliega las cámaras para enfocar la llegada de los ómnibus de los equipos y que nadie tire nada. Con Peñarol vienen dos camionetas con matrícula turística.

—¿Pueden pasar?, pregunta un policía.

—Sí, son los dirigentes, responde el jefe.

En ese instante hay una “clave 70” a pocas cuadras. Así le llaman los policías en su jerga a la detención de un NN. El policía le ordena espirometría.

Todos esos filtros no evitaron que “la fiesta”, como insisten en llamarles los periodistas deportivos, estuviese siete minutos parado porque las hinchadas luciesen bengalas y banderas del otro equipo cual trofeo de guerra.

Porque en las “fiestas” no hay lógica de territorialidad, ni “pulmones” que separan a los invitados, ni promesas de venganzas, ni miles de policías al servicio de que unos pocos vean (si es que ven) cómo una pelotita se acerca a una red.

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