19/11/2024

Jorge Barraza: Sin público no es el deporte rey

Miercoles 17 de Junio del 2020

Jorge Barraza: Sin público no es el deporte rey

Sin gente está incompleto y los partidos saben sosos, uno se cansa de ver 90 o 95 minutos. Es un espectáculo común. Los juegos parecen entrenamientos con árbitros.

Sin gente está incompleto y los partidos saben sosos, uno se cansa de ver 90 o 95 minutos. Es un espectáculo común. Los juegos parecen entrenamientos con árbitros.

Buenos Aires -

“Sin jugadores no hay fútbol”, dicen… los jugadores. Una verdad a medias. Son, desde luego, el rostro más atractivo del deporte, sus protagonistas, quienes generan la adhesión e idolatría. No obstante, resultan tan esenciales como la pelota, los arcos o el inflador... Sin cancha tampoco hay fútbol. Es un todo en el que cada fragmento resulta imprescindible, hasta el árbitro. Sin árbitro serían puras discusiones y veríamos más boxeo que fútbol. Los futbolistas, además de ser una parte fundamental del juego (no la única ni la más noble, como se autoproclaman), son astutos y hábiles declarantes, capitalizan todo a su favor. Saben vender una idea.

Esta pandemia puso de manifiesto, como nunca, el alcance trascendental de otro elemento: el público, que a partir de ahora será más valorado, por los dirigentes e incluso por los propios jugadores. Si el artista vive del aplauso, el atleta se alimenta de la aprobación. Ahora nos damos cuenta de que tal vez sea más importante que el jugador mismo. Hay triple incidencia del soberano:

1) Por ser el sostén económico de la actividad. El hincha es el único estamento que no cobra por estar, paga. Paga la entrada al estadio, el abono a la TV, la cuota de socio del club, por la camiseta o el souvenir que compra. Incluso es el que deja un suculento ingreso por visitar el museo del club (El FC Barcelona cobra 37 euros por el recorrido a cada visitante, y van miles). Hasta cuando hay un partido homenaje, aporta para que el ídolo se lleve a su retiro un buen colchón de dinero. Y es quien compra los diarios deportivos y llena aviones y trenes cuando se viaja a un partido.

2) Porque ha quedado demostrada la incidencia notable de jugar en casa con la gente apoyando. Desde que se ha decidido la vuelta de las ligas, pero sin espectadores en las tribunas, se han disputado en Alemania seis jornadas, con un total de 55 partidos. De ellos, hubo 11 victorias locales (20%) contra 28 visitantes (51%) y 16 empates (29%). Lo que grafica la mano que le dan los aficionados propios a sus jugadores para ayudarlos a obtener un buen resultado. El aliento que agranda a los propios y achica a los ajenos. Aunque los futbolistas suelen tener actitudes muy despectivas y descorteses con sus seguidores. Jugar sin el apoyo del público es perder una carta de triunfo. ¿Cómo seria para Boca disputar sus encuentros en La Bombonera sin el fervor de los suyos…? Por algo a la masa auriazul la llaman El Jugador Número Doce. ¿Hubiese dado vuelta el Liverpool el 0-3 del Barcelona sin la atmósfera infernal que creó su gente en Anfield…?

Un minuto de silencio antes del Napoli-Inter de Milán por la Copa de Italia, el sábado pasado. El estadio Sao Paolo, sin público en las gradas. Foto: AFP.

3) El espectáculo casi que pierde sentido sin el calor y el color, sin la angustia, la alegría, la euforia y el dramatismo del aficionado. Sin el murmullo y el cántico, sin el maravilloso y atronador sonido del gooooolllllll… Generalmente, cuando a un hincha le preguntan cuál fue el gol que más gritó en su vida, apela a alguno de los mejores recuerdos de su historia personal. Incluso falta la reacción del apasionado ante tal o cual acción, su juicio favorable o reprobatorio. Tan extraño y antinatural es esto que un jugador podría gambetear a seis rivales, marcar el gol del siglo y perderse la ovación que hubiera sido la cumbre de su carrera. Incluso en la final de la Champions League, el próximo 23 de agosto, quien marque el gol del campeonato recibirá apenas el “bieeennn” de sus compañeros y del técnico, no mucho más. El fútbol es con público, sin gente está incompleto y los partidos saben sosos, uno se cansa de ver 90 ó 95 minutos, pierde concentración, se levanta del sillón y hace otras cosas, cuando no cambia de canal. Parecen entrenamientos con árbitros. Consciente de ello, la liga española presentó una original escenografía para todos los encuentros; en la grada de enfrente de la cámara se ve una imagen digital con un simil de público y, de fondo del relato y los comentarios, un audio imitando el sonido ambiente de un estadio colmado. Esto, para atenuar la desnudez de un estadio esquelético y los gritos e indicaciones de los atletas, como si jugaran en el fondo de su casa. Está bien, es una forma de cuidar el producto.

Queda demostrada, gracias a esta excepcionalidad obligada por la pandemia, la gravitación del soberano, tanta o más que la de los actores. De última, las estrellas un día se retiran, el fútbol sigue. Si no fuera así, cabría preguntarse para qué se construyen estadios para sesenta, ochenta o cien mil personas. Conste que la FIFA y los clubes pueden aguantar sin afición hasta el fin de la temporada, para terminar de alguna manera los torneos. Pero sería económicamente irresistible continuar un año más jugando a estadio vacío.

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Con todo, es muy positivo que se hayan reanudado los torneos, aunque sea sin público. Primero, porque ha quedado demostrado que no hay peligro ninguno en jugar a puertas cerradas, para nadie. Si se respetan los protocolos no debería haber contagios. Segundo, porque hay que tratar de salvar una actividad que, además de apasionar a media humanidad (o más), da de vivir a muchos. El fútbol genera cientos de millones de puestos de trabajo en todo el mundo, es una industria gigante. Tercero, porque debemos empeñarnos en volver a la normalidad, en todos los órdenes.

“Jugar sin hinchada es como bailar sin música”, escribió Eduardo Galeano. “El fútbol sin público es nada”, opinó Ramón Díaz. “La verdad que sí, es como hacer el amor con una muñeca inflable”, escribió alguien en Twitter. Está claro que, sin gente, no es el deporte rey, es un espectáculo común, menos entusiasmante de lo que hubiésemos imaginado. (O)

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