Entre la parva de flores, coronas y bufandas del Manchester United que colmaban su tumba, alguien dejó un ejemplar del Daily Mirror de ese 26 de noviembre de 2005. Ese día, el Mirror salió con una enorme foto a toda portada de George Best con la camiseta de sus glorias, la roja del United y un título mínimo y en doble sentido: “THE BEST”. La imagen del periódico entre los claveles y las rosas tiene una connotación triste y a la vez epopéyica, encierra cariño, gratitud, nostalgia, grandeza.
Acababa de morir el más grande futbolista británico de la historia. Muerte joven de uno de esos sujetos que uno desea inmortales. Durante muchos días, ya bien entrado diciembre, en pleno invierno, decenas de miles de personas desfilaron por el cementerio Roselawn, de Belfast, para darle su adiós, su ofrenda al sensacional jugador norirlandés. Un día se contaron hasta 30.000 visitantes y debieron acordonar los pasillos para evitar desbordes. Poco después, la principal estación aérea de la capital de Irlanda del Norte pasó a llamarse Aeropuerto George Best. Muchos otros irlandeses del norte lograron fama en distintos ámbitos, ninguno alcanzó la idolatría del genial delantero. Belfast puede ufanarse de acunar a dos grandes: de allí salieron el Titanic y el puntero que hizo delirar al fútbol inglés.
El destino tiene sus caprichos y excentricidades, también sus premoniciones. Conjuntó todas las habilidades futbolísticas en un niño de apellido Best, vocablo que significa “el mejor”. Vaya acierto… En Cregagh, barrio humilde de Belfast, lo descubrió Bob Bishop, uno de esos cazatalentos que pululan por los arrabales buscando perlas. El 1° de abril de 1961, Bishop fue al correo de Belfast y le envió un telegrama a su jefe, el célebre Matt Busby, manager general del club de Bobby Charlton. El mensaje era muy escueto: “Creo que te encontré un genio”.
Lo había visto en un partido de chicos: el Cregagh Boys Club venció 4-2 al Boyland con dos goles de George. Lo demás fue lo usual, hablar con la familia, tramiterío, viaje y colocarlo en una pensión en Manchester. Sus padres, Dickie y Ann, le compraron su primer pantalón largo para la ocasión. De entrada, reinó el espanto: apenas alcanzaba el metro 57 centímetros y pesaba 51 kilos. Quizás no sirviera para un fútbol rudo, muy físico. Pero sólo tenía 14 años, había que trabajarlo y esperar. Apenas dos años y medio después, en septiembre del ’63, debutaba en Primera junto a Charlton y Dennis Law frente al West Bromwich Albion. Y unos meses más tarde se estrenaba la malla verde de Irlanda del Norte.
Ahí comenzaba la andadura de un jugador colosal, casi extraño como producto del fútbol británico de esa época, de fuerza, choque, carrera, desborde, centro y remate de cabeza o con el pie. Tenía una habilidad impropia de un jugador de esos lugares, era un gambeteador impredecible, guapo, encarador (los verdaderamente grandes no tocan para atrás o a los costados). Era difícil de parar, arrancaba, frenaba y salía imprevistamente para cualquiera de los dos perfiles. Hacía valer su velocidad y remataba brillantemente con ambas piernas, aunque lógicamente mejor con derecha, su diestra. Llevaba el 11 en la espalda, sin embargo, no estaba siempre en la punta, su mejor ubicación era como un 9 retrasado. La palabra para definir su accionar en el área es desparramo. Desparramaba defensas con frenos, amagues y enganches. Y definía rápido, con clase.
“Era muy hábil y veloz, con una pegada bárbara. Tenía un dominio en velocidad admirable. Un caso atípico para el fútbol inglés, de una habilidad sudamericana”, evocó el querido Oscar Malbernat, quien lo enfrentó en la final Intercontinental de 1968 con Estudiantes. “Jugadores así, en Inglaterra, aparecen muy de vez en cuando. Por eso creo que lo querían tanto. Más allá, obviamente, del carisma y de la pinta innegables que tenía”, recordaba Cacho, quien lo marcó en el cotejo de ida. Malbernat era un férreo marcador, pero Osvaldo Zubeldía, un estratega notable preparando partidos, sabía que Best podía ganarle el partido solo y, aunque mantuvo el mismo equipo, cambió los laterales para la revancha. En Old Trafford, Malbernat pasó a la derecha y mandó sobre George Best a Tato Medina, un lateral asfixiante en la marca, que no daba un milímetro. Esa noche virtualmente no dejó respirar al de Belfast y de las chispas que surgieron en cada duelo se fueron expulsados los dos. Negocio para Estudiantes.
Si Coutinho costó 160 millones de euros hace dos años, no imaginamos la cotización de George Best hoy. Al Manchester United le costó reponerse del desastre aéreo de Munich, donde, entre otros, pereció su joven ídolo Duncan Edwards. Pero se reconstruyó futbolísticamente a partir de Bobby Charlton, un zurdo extraordinario, fino, goleador e inteligente, que se desplazaba como en patines. En 1962 fichó al escocés Dennis Law, el gran artillero del momento. Y con el ascenso de Best se formó un tridente célebre en el que, combinados los tres, marcaron 665 goles. Ganaron la vieja Premier de 1965 y 1967, y la Copa de Europa de 1968, dándole por primera vez el trofeo continental a Inglaterra. A la muerte del Chico de Belfast, se anunció que se levantaría una estatua conmemorativa de la “Santísima Trinidad” o United Trinity (Best-Law-Charlton), la cual se yergue frente al estadio de Los Diablos Rojos. En el término de cuatro años, los tres recibieron el Balón de Oro: Law en 1964, Bobby en 1966 y Georgie en 1968.
De los tres, este último era claramente el mayor ídolo de los hinchas. Su juego espectacular, atrevido y su irreverente estilo de vida lo entronizaron. A nivel nacional lo amaban; la consagración internacional le llegó en 1966, con 19 años, en un choque de cuartos de final de Europa frente al Benfica de Eusebio, entonces una superpotencia junto al Inter, el Milan y el Real Madrid. El Benfica estaba invicto a nivel continental en Lisboa y el United lo doblegó 3 a 2 con dos goles y una actuación brillante de Best. Por su genialidad, su cabello largo sobre la frente y su aspecto de niño bonito, la prensa portuguesa lo bautizó “El Quinto Beatle”, apodó que se le pegó para siempre.
Desde sus cualidades, Best podría haber sido campeón del mundo en 1966 como sus compañeros Charlton y Stiles, pero desde su nacionalidad debía contentarse con una realidad muy modesta a nivel selección. En aquellos tiempos, su Irlanda del Norte era Best y diez más. Esos diez, por lo general, futbolistas de clubes de la Segunda y Tercera División inglesa. No tuvo la suerte de disputar un Mundial o una Eurocopa.
Entrados los años ’70, comenzaron a rodearlo las noticias extradeportivas. El chico que había sido un modelo en su escuela, con excelentes notas, silencioso y tímido, era ahora un joven demasiado apuesto, famoso y millonario. Las mujeres lo acosaban. Empezó a jugar otro partido, contra la noche, la bebida y los excesos. Era un ícono de la moda y andaba en un Jaguar. Su rendimiento empezó a mermar y su carrera se acortó dramáticamente. George asistía más a las discotecas en Londres que a los entrenamientos en Manchester. En medio de escándalos y con sólo 27 años fue excluido del United, que tras cartón descendió de categoría.
Allí comenzó un larguísimo derrotero por clubes menores, algunos ignotos, en Australia, Sudáfrica, Irlanda, Estados Unidos. Pero no pudo superar nunca el alcoholismo. Le trasplantaron un riñón, seguía bebiendo a mares y falleció en 2005. Medio siglo después de su estrellato, nadie ha podido destronarlo del pedestal. (O)
Si Coutinho costó 160 millones de euros hace dos años, no imaginamos la cotización de George Best hoy. Fue el más grande futbolista británico de la historia