Es la gran fiesta del fútbol. Su influencia rebasó las fronteras de la ciudad. Se vive intensamente en cada rincón del país y en todo sitio del planeta donde hayan emigrado nuestros compatriotas. El Clásico del Astillero ha sobrevivido a las campañas de los interesados en negar su condición nacional, a las intenciones de crear clásicos nuevos y a la perversa influencia de las llamadas ‘barras’, pandillas de violentos que solo buscan crear el caos, cobijados en banderas de odio que no representan el auténtico sentimiento del hincha.
Los que vivimos desde niños tan bella manifestación del fervor por el deporte no podemos olvidar los instantes supremos de emoción que nos dieron los actores del Clásico. Sus protagonistas fueron por largos años jugadores que se sentían identificados con la divisa, que derrochaban entusiasmo, pundonor, valentía. Se defendía el honor del club con ardor y con respeto por la hinchada. Desde 1951 los futbolistas eran profesionales, es decir, cobraban por jugar. ¿Cuánto? Un puñado de sucres que no alcanzaban para solventar los gastos del hogar.
Jugar fútbol era un trabajo, sí, pero muy mal remunerado. Debía procurarse cada jugador tener un empleo o un oficio. Pero eso no contaba a la hora de saltar a la cancha. Jugaban como si les pagaran millones; se negaban a abandonar el terreno cuando el médico sugería el cambio por lesión. Esta debía ser muy grave, porque el futbolista que entraba a la cancha moría en ella.
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Creo haber contado ya un ejemplo de lo que significaba el amor por la camiseta, ese concepto que es hoy motivo de desdén y risitas burlonas en el periodismo nuevo. Barcelona y Emelec peleaban bravamente el título de la Asociación de Fútbol de 1956. Se midieron el 18 de noviembre ante un lleno completo. Los jugadores de Barcelona habían tenido un conflicto con los dirigentes y un suelto de prensa aseguró que los toreros no iban a salir a la cancha, lo que fue desmentido enseguida. En el camerino, cuando se aprestaban a entrar al túnel, el presidente, Eduardo Servigón, dijo a los canarios que, para demostrar que había en los dirigentes buena voluntad, habían decidido dar a los jugadores un aliciente de un 1000 sucres si ganaban el partido. Surgió entonces la voz de Enrique Cantos quien replicó: “Presidente, no vamos a jugar por ninguna prima sino por los colores de Barcelona. A usted y a los miembros de la directiva les dedicamos por adelantado la victoria”. Barcelona ganó 2-0 el Clásico, con goles de Pajarito, el autor de la jugada que levantaba al público de sus asientos y provocaba un estruendo.
Pero lo que quiero contar es lo que sucedió entre el marcador de punta canario Luis Niño Jurado y el alero izquierdo eléctrico Eduardo Bomba Atómica Guzmán. Este era un joven corpulento, mientras Jurado era más bien pequeño. Su antecesor había sido el legendario Juan Benítez, de quien había heredado la marca impiadosa que dejaba huellas en sus rivales.
Faltaban 15 minutos cuando Guzmán buscó un balón filtrado por Mariano Larraz. Salió a buscarlo Jurado; ninguno quiso renunciar ante el peligro y se produjo un choque brutal. El gigante Guzmán cayó como un árbol al que hubieran talado. En el piso estaba también Jurado, quien sangraba por una herida en la frente y una fractura de nariz. Bomba Atómica salió en camilla y fue sustituido por José Vicente Loco Balseca. Al pie del banco barcelonés había un alboroto. Con un vendaje impresionante el marcador torero se negaba a ser reemplazado. Forcejeando se metió a la cancha. Faltando 5 minutos un disparo de Jorge Larraz se iba colando en la valla de Ansaldo cuando surgió en palomita el Niño Jurado para enviar el esférico al córner. El vendaje estaba rojo por la sangre que manaba de la herida del diminuto Jurado.
‘Perdóname, mija, voy a jugar y regreso’, le dijo Sigifredo Chuchuca a su esposa el día que se casaron. Se fue y luego volvió a la fiesta con una sonrisa: hizo los goles del triunfo de Barcelona.
Otra vez forcejeó para no salir y logró terminar el partido de modo heroico. Hoy vemos a los superpagados futbolistas pedir cambio a pocos minutos de iniciado el encuentro, algo a lo que no se atrevían los de antaño para no ser abochornados por el público.
Esto que narro aquí me lo contó la viuda de Sigifredo Chuchuca, el supremo arquitecto de la idolatría de Barcelona. “Su amor por Barcelona era infinito”, nos decía. “Esto que le voy a contar es muy cierto y hay testigos. El día que nos casamos había un Clásico del Astillero. Fuimos a la casa donde nos esperaban los invitados y mientras yo conversaba con varios de ellos, Sigifredo me llamó aparte y me dijo al oído: ‘Perdóname, mija, voy a jugar y regreso’. Y se fue. Cuando volvió tenía una ancha sonrisa. ‘Ganamos’, me dijo Sigifredo, ‘e hice dos goles”.
Mi amigo Claudio Roca me envió una foto en la que están saliendo del estadio Modelo Vicente Lecaro, Mario Zambrano, Mario Cordero, Miguel Esteves, Ubaldo Herrera y José Pelusa Vargas. Zambrano fue un producto del club, surgió de las filas juveniles y jugó 17 temporadas. Futbolista de gran calidad, actuaba casi siempre de volante, pero con la misma eficacia se desempeñaba como cuarto back o marcador de punta. Lo que me hizo notar Claudio es que Zambrano va con una bicicleta mientras los demás caminan a buscar una línea de bus en la avenida de las Américas.
Para Mauro Velásquez, fallecido historiador del fútbol ecuatoriano, Zambrano fue “un excelente volante de quite. Un jugador multifacético que también actuó como cuarto zaguero y lateral, y siempre bien. Era muy bien dotado técnicamente y capaz de un despliegue físico impresionante, que le permitía correr lo mismo en Guayaquil como en Quito”.
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Le conté a Claudio que así eran los viejos tiempos del Capwell o el Modelo. En 1954 regresó al país el manabita Carlos Alume, quien había jugado desde 1949 en el famoso Dorado colombiano en las filas de Once Deportivo de Manizales, más tarde Once Caldas. Se había batido con las más refulgentes estrellas: Di Stéfano, Pedernera, Pontoni, Rossi, Heleno de Freitas, Perucca y tantos otros grandes jugadores. Había estado en Barcelona cuando emigró a Colombia y los toreros lo buscaron para que haga pareja con César Solórzano, apodado Veinte Mil por el sorprendente costo de su pase desde Unión Deportiva Valdez. Alume debutó oficialmente en los Clásicos del Astillero el 24 de julio de 1954 y fue una de las figuras de la cancha.
Alume sorprendió porque en Guayaquil, en los años 40, había sido centrodelantero, puesto que también ocupó en la selección de Manabí que entrenaba Vicente Gorriti. También porque era muy delgado, de bigotes, y corría con un estilo especial volteando el cuello hacia la derecha como las agujas del reloj a las 18:10. Tenía una clase estupenda que lo llevó a la Selección nacional y a prolongar su carrera hasta 1961.
Yo lo vi llegar esa tarde de 1954 al Capwell mientras esperaba a Alfredo Bonnard para que me haga entrar a la tribuna cargando su maletín. Alume llegó por San Martín, desde Guaranda, en una vieja bicicleta que dejaba en una tienda que había en la esquina noroeste de San Martín y Pedro Moncayo. Ese fue su transporte mientras jugó a gran nivel en Barcelona y en la Selección. Hoy hasta los juveniles de Barcelona llegan en autos último modelo.
Tiempos que fueron y que no volverán, pero vale citarlos como ejemplo en el mundo mercantilista de hoy. (O)